El placer de viajar y contarlo después

En origen, somos nómadas, nos gusta el desplazamiento, la búsqueda, el descubrimiento. Caminamos para mejorar, para dejar atrás lo que fue. Así fue hasta que inventamos la agricultura, la estabilidad, el funcionariado. Nos establecimos, echamos raíces, empezamos a valorar la tradición, el terruño. Nació la nostalgia de la separación. Para nosotros, ser de era ya algo mejor que caminar hacia. Pero, en el interior, algo nos seguía impulsando al movimiento. Los curiosos querían conocer, los deportistas correr, los románticos llorar de belleza. Y, entonces, decidimos salir de nuestra vida solo para conocer, para correr, para llorar de belleza.

Habíamos inventado un concepto que parece relativamente moderno: viajar por placer, o mejor, hacer turismo. Y nació como una necesidad de salud mental. José Ortega y Gasset señaló que esta actividad “implica un artificio mental y emocional por el cual al cambiar el paisaje exterior, la circunstancia y el marco en que se produce nuestro yo, contribuimos en buena medida a alterar nuestra propia decoración interior, a romper los moldes de la cotidianeidad y a afilar las aristas de nuestra sensibilidad gastada”. Ahí está: rompemos el día a día y renovamos nuestro espíritu. Y, por supuesto, después del viaje nos alcanza la imperante demanda de contarlo.

El Grand Tour

Aunque el placer del viaje ya fue experimentado y promovido en Mesopotamia, tierra de los placeres sensoriales, y en Egipto, entre 1490 y 1436 a. C., donde Hatsheput inició los cruceros por el Nilo, lo que entendemos ahora como turismo parece que viene ligado a lo que se denominó el Grand Tour. Este término aparece por primera vez en una guía de Richard Lassels, del año 1670. Allí hace referencia al gran viaje que realizaban los jóvenes aristócratas británicos con motivaciones bastante variadas.

Aunque normalmente se trataba de aprender y aprehender, también era una vía para aumentar el prestigio social, lo que implicaba, claro, traer evidencias del viaje y narrarlo de la mejor manera posible. El viaje era financiado por los padres de los estudiantes al terminar su etapa educativa y estos siempre iban acompañados de un tutor que hacía a la vez de guía. El recorrido solía durar entre dos y tres años, y los jóvenes tenían como propósito aumentar sus conocimientos y observar las costumbres de otros lugares. Se partía para enfrentarse con lo foráneo y para conocer los vestigios de las civilizaciones antiguas, y era, sobre todo, una respuesta a la vieja exigencia formulada por Montaigne: “Se debe viajar para conocer el espíritu de los países que se recorren y sus costumbres, y para frotar y limar nuestro cerebro con el de los demás”.

Para conocer mejor lo que significaba en esencia este grand tour, ofrecemos la lectura de Cuando viajar era un arte. En este libro, Attilio Brilli, nos abre las puertas de esa dimensión histórica y literaria del viaje, mostrando el desarrollo del Grand Tour como una prolongación del humanismo. Brilli trata de explicar en qué consistió en esta época el arte de viajar, pero también qué ha supuesto el fin de una de las formas más bellas de la aventura intelectual.

Relatar e ilustrar el viaje

Fue sobre todo a partir del siglo XVIII, con la Ilustración, cuando el viaje y su narración alcanzan su máximo esplendor. En ese momento, relatar el viaje ya no consiste solo en aportar un texto. Había que ilustrarlo. El viajero de este siglo y el siguiente alimenta su inspiración al contrastar modos de vida y perfiles culturales que compara con los suyos propios y que se plasman no sólo en palabras, sino en imágenes. Por ejemplo, Goethe, en su Viaje siciliano (1787), se hizo acompañar del paisajista Kristoph Knied. Además, en estos años abundan los grabados ilustrativos de los relatos viajeros como antecedentes de la fotografía turística posterior. El propio J. J. Rousseau da algunas claves de la actitud mental del viajero ilustrado al revelar su preocupación por conocer y comparar pueblos e incluso formas de gobierno en un intento de ensanchamiento del panorama mental.

Del siglo XIX, rescatamos dos libros que se cruzan en el camino y que muestran la inquietud viajera del literato:

  • Notas de América (Charles Dickens). Relata el viaje que hicieron el escritor británico y su esposa hacia el Nuevo Mundo. Será un largo recorrido de seis meses para transitar por diversas ciudades estadounidenses, además de una pequeña incursión en Canadá. Se trata de un viaje ilustrativo acerca de una sociedad en pleno desarrollo y de un estudio realista -y a menudo crítico- de sus estructuras sociales, judiciales, sanitarias, penales e industriales.
  • Guía para viajeros inocentes (Mark Twain, Ediciones del viento). Twain cuenta la historia de uno de los primeros viajes organizados de la historia, una “excursión a Tierra Santa, Egipto, Crimea, Grecia y lugares de interés intermedios”, que arrancaba en el puerto de Nueva York. El autor de Tom Sawyer y Huckleberry Finn escribió las crónicas de este viaje para el Diario Alta California, que se aglutinaron después en The innocents abroad. Tuvo tanto éxito que durante mucho tiempo se empleó como guía de viajes. De hecho, fue la obra más vendida del autor en vida.
¿Qué pasa en España?

El itinerario más común de los viajes incluía París, el norte de Italia, Florencia, Roma, Nápoles, Suiza y, en ocasiones, Alemania. España, en ese momento, quedaba fuera de las rutas turísticas porque se asociaba este territorio con los restos de un Imperio, con pobreza, subdesarrollo, en fin, un lugar poco recomendable para visitar. Sin embargo, hubo turistas-literatos que se atrevieron a cruzar los Pirineos aunque solo fuera por el valor diferencial de una tierra de la que podrían sacar historias más exóticas.

Clarke, en sus Letters Concerning the Spanish Nation, vaticinaba que España ofrecía a artistas ingleses tesoros inéditos; Joseph Paretti, italiano de nacimiento e inglés de adopción, fue viajero en España, Portugal y Francia; Alexander Jardine proclama la variedad inagotable de España; Robert Soothey describe en sus Letters Galicia, León y Extremadura. Pero sobre todo fueron célebres Joseph Townsend, quien entre 1786 y 1787 viajó prácticamente por toda España, ofreciendo descripciones llenas de intuición y fino sentido de observación; y Henry Swimburne, quizá el más prototípico de los grandtourists, quien en sus Viajes españoles de 1775 y 1776 detalló la geografía, el comercio, la política y la administración españolas.

Entre los escritores españoles que viajaron y escribieron sobre ello durante esta época, recatamos las incisivas y carismáticas Cartas Marruecas de José Cadalso; y la modernista De Barcelona al Plata, del escritor y pintor Santiago Rusiñol, quien nos ofrece una particular visión de la capital argentina.

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