El escritor y director de la editorial Graviola, Daniel Franco, con quien disfrutamos una maravillosa conversación hace unos meses, nos apuntaba que, entre los temas recurrentes en su catálogo (conformado por autores latinoamericanos que residen en España), estaba el de las casas, el espacio de la casa, la vuelta al hogar.
Franco decía que “hablamos de casas, familias, patios… todo está hablando siempre de alguna manera de volver la vista atrás, de buscar la identidad, de buscar el hogar, de querer volver al hogar, o la ausencia del mismo, echar mano de los hilos familiares, de los recuerdos familiares, es todo una especie de escarbar a través del quién soy yo más allá de todas las etiquetas que veo que me rodean y que me conforman”.
Volver a cuándo
La casa o más bien, la idea de esa casa que moldeamos y fabricamos en nuestra memoria, alimenta la nostalgia del migrante y sostiene también un proyecto de regreso que es de difícil consecución, si no imposible, porque, como decía Marcel Proust “cuando uno extraña un lugar, lo que realmente extraña es la época que corresponde a ese lugar; no se extrañan lo sitios, sino los tiempos”.
En cualquier caso, la casa es ese espacio donde crecimos y por eso tiene algo de mágico y simbólico. No por nada Mircea Cartarescu recompone su vida en torno a los recuerdos que visten las casas donde habitó de niño y adolescente. Cegador (Impedimenta) es el tránsito entre esas casas bucarestinas y la vida que se desarrolló en un círculo bastante próximo a ellas. Ese mundo reducido pero inmenso en la descripción del autor, no es, claro, la realidad a la que vuelve, aunque esta permanezca exactamente igual.
La casa patria
Porque la memoria nos juega buenas pasadas y nutre nuestra historia personal en la distancia. La cultura nacional que hemos dejado atrás será la cultura que vivía la familia, la que se desarrollaba en el interior de las cuatro paredes que nos habitaban. Macondo era en sí misma una patria entera.
Cruzar las fronteras infranqueables es para Claus y Lucas (Agota Kristof, Libros del Asteroide) un ejercicio que solo les lleva a metros de la línea, de un lado o del otro. La historia, que habla de exilios, de migración, sucede sin embargo en un breve espacio, que apenas se traslada a la ciudad, vista por otro lado, desde las ventanas de las casas.
La casa y las cosas, la casa cuerpo
Puede que lo que quede en la memoria sean ambientes, piecitas, cuartos, habitaciones, salitas o pequeños rincones, los de las pelusas, los que guardan zapatos viejos y arañas, los que nos cobijan el enojo, los que recogen el recuerdo.
La pertenencia necesita tiempo, vivencias, comienza por hallar estos huecos y completarlos. Habitar es dejar que nos habiten. Algo así cuenta Florencia del Campo en su maravilloso Que tenga una casa (Candaya). La escritora argentina narra la casa, la casa y el cuerpo, la casa y la escritura, la casa y el exilio.
Nos exiliamos con cada mudanza, dejamos atrás unos recuerdos que son los únicos que habitarán ese espacio, lleno de elementos domésticos.
Como la casa de Florencia del Campo, la de Laura Estrada (Patios interiores, Graviola), es una casa cuerpo. Es la de Estrada una casa fantasma, una presencia que acompaña, que está viva, que crece, es una materia orgánica que nos atrapa. Y aunque no esté, está, a través de las imágenes reales e imaginarias que creamos a partir de ella.
La casa y las raíces
El filósofo Gastón Bachelard, en su Poética del espacio, se plantea el siguiente dilema: “A través de todos los recuerdos de todas las casas que nos han albergado, y allende todas las casas que soñamos habitar, ¿puede desprenderse una esencia íntima y concreta que sea una justificación del valor singular de todas nuestras imágenes de intimidad protegida? […] Si nos preguntaran cuál es el beneficio más precioso de la casa, diríamos: la casa alberga el ensueño, la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz”.
El filósofo dirá, en definitiva, que la casa es la concreción de ese deseo íntimo de enraizar, es nuestro rincón en el mundo:
Hay que decir, pues, cómo habitamos nuestro espacio vital de acuerdo con todas las dialécticas de la vida, cómo nos enraizamos, de día en día, en un «rincón del mundo». Porque la casa es nuestro rincón del mundo. Es nuestro primer universo. Es realmente un cosmos. Un cosmos en toda la acepción del término.
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