
Menos mal que las lenguas crecen, se reproducen, mueren. Menos mal que las lenguas son orgánicas. Menos mal que sus hijas, esas palabras revoltosas, se empeñan en jugar. Menos mal que hay personas que las acompañan, que las protegen, que las observan a un tiempo de cerca y a la distancia, que las dejan ir, al final, libres.
Menos mal que nuestra lengua interoceánica fue escuchada por una mujer que creyó imprescindible construir una casa de palabras con las puertas abiertas, con corredores interconectados, con rincones de cosas perdidas, con mamás encontradoras, con infantes a la carrera. Menos mal que una mujer se propuso reformar la lengua y, desde las palabras, iniciar la transformación social necesaria, la que nos sacaría de la caspa y el cajón con llave.
Y menos mal que un hombre, Andrés Neuman, ha rescatado la historia de esta mujer, María Moliner, en un libro que es también casa y hogar, que es cotidianidad de palabras y luz sobre ellas. Hasta que empieza a brillar (Alfaguara) asume la obligación que existía de contar la historia de la mujer que cargó con otra obligación: reescribir un diccionario, el de la Academia, lleno de polvo y política.
Neuman intuye las emociones de Moliner, imagina las escenas familiares, conjetura los dilemas profesionales. Y hace avanzar la historia: una historia que es una vida atravesada por el abandono paterno, por el desastre social de una guerra y una dictadura, por la itinerancia; una historia que el escritor, como un arqueólogo, encuentra y extrae de la obra magna de la aragonesa, ese diccionario que hizo revivir una lengua empolvada.
Hasta que empieza a brillar es un ejercicio de comprensión de una mujer que no era nada más que eso: una mujer, pero una mujer que habitaba palabras, que las escuchaba más allá del despacho y del tiempo y que se mostró abierta, curiosa, a los significados, a las acepciones, a los territorios, al organismo de las palabras. Su vida entre libros (archivos, bibliotecas, escuelas) fue, claro, una vida entre palabras.
Y su empeño, cuando ya mediaba su existencia, no fue otro que construir esa casa/hogar que las acogiera a todas:
“En realidad, ella había estado presente: su diccionario era una casa dentro de la casa. En su interior circulaba un sentido familiar, comunitario de las palabras. Y las palabras que compartían raíces funcionaban igual que las personas con recuerdos y experiencias comunes. Por eso planeaba agruparlas así, afinando la inercia del orden alfabético”.
Y, como casa, ese diccionario, así narrado por Neuman, acoge habitantes definidos desde su existencia diaria y no desde una ideología, creencia, tradición. Nacen y crecen por sí mismos, libres (“que no están bajo dominio de otra o sujeta a obediencia de otra”) y se acompañan de momentos familiares de ternura y de educación antes que de imposición.
Es el libro de Andrés Neuman un homenaje a la mujer que iluminó palabras ensombrecidas, que entendió “la lengua como un cuerpo en mutación y el vocabulario como un órgano vital”, que se asombraba ante las palabras y que las observaba hasta que estas empezaban a brillar.
Andrés Neuman (1977) nació y pasó su infancia en Buenos Aires. Hijo de músicos argentinos exiliados, terminó de criarse en Granada, donde estudió Filología, trabajó como profesor universitario y vive con su familia. A los veintidós años resultó finalista del Premio Herralde con su primera novela, Bariloche. Le siguieron La vida en las ventanas, Una vez Argentina, El viajero del siglo (Premio Alfaguara y Premio de la Crítica), Hablar solos, Fractura y Hasta que empieza a brillar. Ha publicado libros de cuentos como Alumbramiento y Hacerse el muerto; poemarios como Mística abajo, Vivir de oído e Isla con madre; el diario de viajes por Latinoamérica Cómo viajar sin ver; el elogio de los cuerpos no canónicos Anatomía sensible; el díptico sobre su hijo que forman Umbilical y Pequeño hablante; y el diccionario satírico Barbarismos.