Hace un tiempo conversamos en Itinerancias con Felisa Ferraz, autora de Del Pirineo la ceniza verde (Prames) sobre el inevitable vínculo existente entre paisaje y literatura. Narradora, buscadora y promotora de itinerarios literarios, Ferraz nos contaba que «las rutas literarias no solo están vinculadas con la lectura sino con los lugares, con el paisaje». Si este es fuente de inspiración para los autores, la literatura es herramienta de remodelado del primero. Es un camino de ida y vuelta: un autor localiza un lugar que se convertirá en su obra en mero escenario, personaje principal o compañero de conflicto; si la obra alcanza la mitificación, sus lugares son destino para fieles peregrinos; el paisaje es percibido de otra manera y más escritores, considerándolo literario, lo reviven en sus escritos, quizá ya, de una manera deformada, romantizada, irreal.
Nuestra manera de mirar el paisaje cambia con la reproducción de textos que hablan de él. Ese lugar, con sus mismos árboles, casas, ríos o iglesias, no será visto de la misma manera. Dublín ya no es la misma desde el Ulises y no solo porque millones de acólitos de Bloom la recorren cada año, sino porque queremos percibir, sentir aquello que sintió ¿Joyce?, ¿Leopold? Y en esa intención, en esa búsqueda, trasladamos algo al paisaje que fue escrito.
Algo hablamos ya de esto en nuestra exploración por las ciudades, en cómo la literatura ha construido ciudades-mito. Pero esto sucede no solo con la ciudad: La Mancha es un viaje a la itinerancia del Qujiote y los nombres de la obra cervantina son los nombres de calle, plazas, edificios, locales de la región, además de haber transformado, claro, la economía de la zona. El Pirineo, como nos contaba Ferraz, es, para muchos escritores, lugar de llegada, de salida, de tránsito, de cruce, de peregrinaje y hoy sus caminos se recorren admirando el alma que los escribieron.
El paisaje le debe a la literatura convertirse en destino literario, pero este también ha estado al servicio de la otra: ha funcionado como símbolo, como espejo emocional, como agente estructurador de sentido. La literatura ha encontrado en el paisaje un interlocutor privilegiado para expresar lo inefable, tensionar conflictos humanos y construir identidades.
En la tradición literaria occidental, el paisaje ha servido para proyectar el estado interior del sujeto. Desde la natura naturata bucólica de Virgilio, donde el campo es símbolo de armonía, hasta los paisajes tormentosos del Romanticismo, el entorno físico ha sido moldeado por el sentir humano. En autores como William Wordsworth o Gustavo Adolfo Bécquer, el paisaje se convierte en eco del alma: una puesta de sol puede significar resignación; una tormenta, furia o desesperación.
La literatura romántica llevó este fenómeno a un punto álgido, destacando cómo la naturaleza refleja la interioridad del yo. El “sublime” romántico —paisajes desmesurados, vertiginosos, inabarcables— no solo impresionaba por su belleza, sino por provocar una experiencia límite, espiritual, cercana al vértigo. Así, el paisaje deja de ser pasivo y se vuelve agente activo en la experiencia estética y emocional.
La representación del paisaje también tiene una función cultural e identitaria. En las literaturas nacionales, el paisaje a menudo condensa una geografía imaginaria de la pertenencia. La Castilla austera en Antonio Machado, los verdes valles gallegos en Rosalía de Castro, o los desiertos del sur estadounidense en William Faulkner, no son sólo lugares físicos, sino territorios del alma colectiva.
A través de ellos se codifican valores, nostalgias, tensiones históricas. En la literatura poscolonial, por ejemplo, el paisaje suele reconfigurarse como espacio de conflicto entre cosmologías —la del colonizador y la del colonizado—, como se observa en autores como Chinua Achebe o Arundhati Roy. El territorio no es neutral: es campo de batalla simbólico donde se disputa el derecho a narrar.
En otro nivel, el paisaje no solo refleja o representa: también organiza. En muchas obras, el desplazamiento físico por un paisaje determina la estructura misma del relato. En la literatura de viajes, en la bildungsroman, en los relatos épicos, el paisaje marca etapas, pruebas, transformaciones.
En La Odisea, el mar y las islas configuran la estructura episódica de la aventura. En Cien años de soledad, el entorno de Macondo —río, selva, llanura— no sólo sitúa al lector, sino que enmarca el destino cíclico de sus personajes. Incluso en obras contemporáneas, como Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, el deambular por ciudades y paisajes refleja el caos, la fragmentación y la búsqueda sin centro propia de la posmodernidad.
En las últimas décadas, especialmente con el auge de la literatura del yo y la ecocrítica, el paisaje ha sido revalorizado como lugar de experiencia personal y de resistencia. El paisaje se vuelve un espacio ético: lo que el sujeto observa, siente o cuida del entorno revela su forma de estar en el mundo.
En tiempos de crisis ecológica, la literatura vuelve a mirar el paisaje con urgencia. Narrativas que exploran el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, o la vida rural amenazada nos interpelan a repensar el vínculo entre palabra y territorio, entre memoria y tierra.
Me encantó. Cuantos escenarios habré visto por primera vez, y qué gracias a ciertos libros me parecía conocerlos de toda la vida. Como siempre, gracias por tus artículos.