Florencia del Campo: “Me interesa pensar la casa como la posibilidad de una vuelta”

Puede que lo que quede en la memoria sean ambientes, piecitas, cuartos, habitaciones, salitas o pequeños rincones, los de las pelusas, los que guardan zapatos viejos y arañas, los que nos cobijan el enojo, los que recogen el recuerdo. La pertenencia necesita tiempo, vivencias, comienza por hallar estos huecos y completarlos. Habitar es dejar que nos habiten. Algo así cuenta Florencia del Campo en su maravilloso Que tenga una casa (Candaya). La escritora argentina narra desde la vivencia la casa, la casa y el cuerpo, la casa y la escritura, la casa y el exilio.

Para la persona que ha migrado, la casa, ¿adquiere una dimensión especial?

Sí, en algún punto sí. Creo que el irse de casa en un sentido amplio invita más a reflexionar sobre la casa y sobre lo que es una casa. Sí me parece que las personas que migramos tenemos cierta mirada puesta en eso, en la casa en los dos sentidos, en la casa material y en la casa en un sentido más abstracto, la casa como idea de casa. Es interesante cuando pensamos que la palabra casa se utiliza para mencionar la casa concreta, la de ladrillos, pero también para la idea de “volver a casa” y mencionar de alguna manera en última instancia, la patria. En ese sentido es en el que casa y patria pueden asimilarse algo. Me parece que sí, que el ser migrante arma el terreno mucho más fértil para que esa reflexión se dé.

Insistes a lo largo del libro en la idea de la necesidad de tener una casa para tener un lugar al cual volver. ¿Tenemos en el fondo una necesidad de regreso?

La verdad es que esto es algo bastante personal. Hubo un momento de mi vida en el que la pregunta más importante para mí era “cómo irse si ya no hay a dónde volver”. Me parecía como que el irse necesita una idea de retorno, aunque luego no se vuelva, como si fueran dos caras de la misma moneda. Me interesaba más pensar la casa como la posibilidad de una vuelta más que un sitio donde estar o el sitio donde se vive. También la idea de volver coquetea con la idea de irse, con la idea de huir. Me gusta más pensar esa otra cara, la del regreso, más que la de la huida o de la ida.

Se plantea como un anclaje, como un punto de retorno.

Sí, efectivamente, aunque después no se vuelva. Te estoy respondiendo esto, aunque después yo soy una persona que siempre dice que no va a volver a vivir a Argentina. Me gusta volver de visita, claro. Aunque no se vuelva, me parece que la posibilidad de que haya algo, de dejar algo atrás es un poco la condición para irse. Me parece interesante esa idea más allá de lo que realmente pase en la vida. Insisto en que para mí la pregunta era cómo irse si no hay a dónde volver, como si el sentido de la palabra irse no terminara de completarse sin su complementario.

Es interesante cómo está construido el libro. Lo estructuras en torno a capítulos cuyos títulos nos indican elementos de la construcción o de la búsqueda de una casa. ¿Qué relación tiene la casa con la propia construcción literaria, con el proceso de escritura?

También hay cierto juego con la idea de obra, estar en obras y escribir una obra. Cuando una casa está en obras, le suceden varias de esas cosas que los títulos de los capítulos señalan, como el polvo. Es una obviedad, pero resulta fascinante pensar que la palabra es la misma: obra en construcción y obra literaria. Creo que en el fondo no sé si no es más un libro sobre la escritura que sobre las casas, aunque esta es una hipótesis arriesgada. Pero sí, durante todo el tiempo y de manera explícita aparece el entrecruce, se entreteje la idea de casa con la idea de escritura, con cierta intención casi de confundirlas. Me parece que la trampa para esa confusión puede estar en esta palabra, obra, que juega a dos bandos.

En ese proceso de búsqueda y después de reconstrucción de una casa ¿hay también una exploración, una búsqueda de uno mismo o de lo que queremos en nuestra vida, quizá también junto a esa necesidad de arraigo, de pertenencia?

Sí, porque yo creo que en un punto las casas configuran a las personas y en esto también hay mucho trabajo con la idea de los objetos. Las casas contienen objetos o cosas. Suelo utilizar la palabra cosas en lugar de objetos para hacer el juego entre cosa y casa, que me parece divertido que una simple vocal cambie tanto. Y la relación que hay entre las cosas y las casas.

Yo, cuando me fui de Argentina y estuve bastante tiempo sin casa, como yendo de un sitio a otro, en lugares prestados, una de las cosas que descubrí y no sé si me hubiera pasado si no me hubiera ido de mi país, es que es muy difícil tener cosas si no se tiene una casa, porque no hay donde ponerlas. Sobre todo me pasaba con los libros, que son un problema en sí mismo. Todos los escritores y escritoras que nos mudamos sabemos que si hay algo duro de mudar son los libros.

Pero más allá de no saber dónde poner los libros, se me jugaba en todo, era no tener objetos. No me angustiaba en tanto lo material, sino la orfandad que esto te provoca, la sensación de no casa, de no cosa, no casa.

Todo esto, que me parece bastante dramático en un punto, creo que nos configura, que somos un poco lo que tenemos también. Y creo que es importante hablar también de las cosas y no solo de las casas porque creo que somos también en las pequeñas cositas, en un adorno, en un imán en la nevera, en cosas que a veces duele mucho si se pierden.

Entonces ya no es si tengo o no tengo una casa, si me la puedo comprar, si tengo una hipoteca. También me interesa reflexionar sobre lo pequeño, lo minúsculo. Tengo cosas y ¿dónde las puedo colocar?, ¿tengo un lugar para ellas? Esto es bastante interesante y bastante terrible en un punto.

También es muy interesante lo que cuentas en el libro sobre las etiquetas que ponemos a las estancias, a los rincones de la casa y cómo esto es un proceso de “apropiación” de la casa, a través de los recuerdos que van quedando.

Sí, es un lugar común frecuente esto de que cuando uno se muda a una casa dice, bueno, ahora la voy a hacer propia y esto significa cambiar los muebles o decorarla al gusto de una. Al final es eso, poner tus cosas o las cosas que te gustan. No son solo los objetos o las cosas, sino también esas decisiones que se toman con una casa.

Y luego están esas etiquetas, esos nombres. Las casas están llenas de nombres, qué nombres les ponemos a los muebles, a los ambientes, eso que se dice en el libro del “mueble marrón” o el “salón verde”. Se configura toda una lingüística en torno a la casa, la casa como sistema, que es un poco también de lo que habla el libro, un sistema verbal,  un sistema lingüístico, un sistema familiar.

Y con respecto a los recuerdos, es muy interesante. Porque cuando no tienes dónde poner las cosas, uno de los miedos más grandes, tiene que ver con la memoria: cómo voy a tener memoria de ciertas cosas de mi vida si no puedo conservar ciertos objetos que me recordarán eso, desde una taza a algo de mi madre. Si no tengo una casa donde ponerlo, es probable que ese recuerdo asociado al final termine olvidándolo. Cuando hablaba de lo dramático tenía que ver con esto.

Insistes también mucho en la idea de casa-cuerpo, como un ente orgánico, que nos habita.

Sí, ese es el otro gran tema que aparece en el libro, además de la relación con la escritura. Si ahí surge el juego con la palabra obra, aquí, en esa relación entre cuerpo y casa está la palabra síntoma. Se habla de la herida o de la enfermedad y de ese recipiente, ese soporte, ese continente que es la casa o ese cuerpo fallando en un punto, roto, herido, y que necesita cierta reforma o cierta cura. Ahí aparece este paralelismo con el que juega el libro entre los trabajadores de la construcción y los trabajadores sanitarios.

Esa identificación entre cuerpo y casa la vivo, se me hizo evidente en un momento de mi vida. Esto puede ser una locura, pero para mí claramente una grieta es una herida y ciertos sistemas de la casa se parecen mucho a ciertos sistemas del cuerpo. Cuando pienso en las tuberías pienso en el sistema digestivo; cuando pienso en la electricidad o en el sistema eléctrico pienso en el sistema circulatorio. Son comparaciones bastante obvias, pero que forman parte de mis obsesiones.

La casa continente, la casa como espacio para ubicar lo nuestro, ¿qué relación tiene con el arraigo, con el sentido de pertenencia? ¿Nos arraigamos ahí donde está esa casa que hemos hecho propia o estamos arraigados a ese espacio que es la casa?

Esto me sugiere más una pregunta que una respuesta: ¿es la casa o es porque la casa está en un sitio donde tenemos una casa? Yo, personalmente, desde que me fui de mi país, y a pesar de haber conseguido tener una casa en España, tampoco estoy segura de saber si esa es mi casa.

Sí lo es, pero lo es en la misma medida que lo es un poco cualquier otra, como si hubiera cierta sensación de accidente en ese hecho, aunque creo que todo en la vida es un accidente y que todo lo que hay podría ser un poco cualquier otro u otra.

Pero de todos modos, yo, con la palabra arraigo tengo problemas, tengo ciertas resistencias en el sentido de que tampoco sé si quiero acomodarme en el arraigo. No sé si no tiene un punto de intención, esa incomodidad, ese desarraigo que creo que me atraviesa y que creo que es vital en mi escritura. Creo que habito más el desarraigo y la incomodidad que eso implica que el arraigo, aunque luego esté en mi casa y aunque sí me hago cargo de que sí tengo una casa. Y que en este momento está en España y me parece bien. Tampoco uno sabe si es para siempre.

Hablas en el libro de la mudanza como exilio. Cada vez que dejas una casa, es un pequeño exilio que atraviesas.

Sobre todo cuando una tiene un modo de vida un tanto desarraigado, deshilachado, medio roto, creo que las pequeñas estancias cuentan mucho y puede sentirse el desarraigo incluso al irse de una casa que no es la de uno. Lo digo en el libro y lo experimenté. No tiene tanto que ver con la pertenencia, sino con las posibilidades que hubo de haber habitado un lugar. De esto hablo mucho en el libro cuando hablo de las casas ajenas. Hay casas ajenas que no te producen nada, donde te sientes una visita y hay casas ajenas que te las puedes apropiar un montón y si ese apropiarse sucede, el desarraigo de una casa ajena puede ser igual de bestia que de una casa propia o de la casa de la infancia.

Florencia del Campo (Buenos Aires, 1982) vive en Madrid desde el año 2013. Ha publicado las novelas La huésped (2016), Madre mía (2017) y La versión extranjera (2019), que fue ganadora del L Premio Internacional de Novela Ciudad de Barbastro. Ha publicado los libros de poemas Mis hijas ajenas, ganador del Premio La Bolsa de Pipas, Las casas se caen en verano (Graviola, 2022)El hombre del padre (2024). También ha publicado la novela juvenil Soy (2020). Tiene, además, varios libros infantiles publicados en España.