Mis dedos son tan largos que pueden tocar la luna. Si me pongo en puntas de pie, madre, la agarro y te la llevo. Enterita para ti. Ahora no me digas que no la quieres. Me estiré toda entera, larga, alta y verdadera. Solo para ti. Una luna redondita, blanca como la sal. Hermosa la luna. Fría, eso sí, porque de cuajo le quitaron el sol. Y nada más, la llevaba ahí, al resguardo del bolsillo. Cuando la miraba, sonreía.
Y yo, reía.
Y pensaba, madre, que era el mejor regalo. El más lindo. Pero, es así, al final, no lo quisiste.