Sergi Bellver: “Sólo soy un nómada en busca de tiempo y de espacio para la escritura”

Hace más de una década, Sergi Bellver emprendió un proyecto nómada con el único fin de escribir. En Blanco móvil (Aguilar), narra esta experiencia, que es ya su vida. Para Bellver, la errancia se ha convertido en una herramienta para la labor creativa, que le ha permitido explorar géneros literarios y, sobre todo, contar historias. Hablamos en Itinerancias con el autor de Agua dura, Gavia, Variaciones sobre Budapest o Del silencio.

En las lecturas encontradas en esta exploración sobre vida nómada y literatura, nos hemos topado con al menos dos tipos de nómadas: aquel que regresa y aquel que vaga, deambula. ¿Es la vida nómada una búsqueda?

No puedo hablar por los demás, porque para otros quizá sea una simple huida o incluso una moda bastante burguesa, muy lejos de la austeridad y la renuncia que suele imponer el camino, pero en mi caso hace mucho que ya no cuento con un nido o campamento base al que regresar si las cosas salen mal, ni tampoco tengo demasiado que ver con esos trotamundos que coleccionan sellos y trofeos en el pasaporte. Sólo soy un nómada en busca de tiempo y de espacio para la escritura, tan sencillo ―en el fondo― y tan complejo ―en la forma― como eso.

Amo viajar, lo haré siempre que pueda y la idea del viaje está y estará presente de un modo u otro en todos mis libros, pero si tuviera una casa familiar en la que retirarme a escribir, o si se leyera tanto y tan bien como para que pudiera uno ganarse la vida dignamente sólo con la literatura, no llevaría esta existencia tan radicalmente nómada.

Cada vez se abusa más del término, por otro lado, desde los «nómadas digitales», con su lógica capitalista neo-colonial ―una plaga que se expande por medio mundo, como he podido comprobar en mi última estancia en Ciudad de México, por ejemplo, donde algunos barrios se han convertido en una especie de periferia estadounidense en pocos años―, a la gente bien que se dice «nómada» o habla de «aventura» con un billete de vuelta a su casita en el primer mundo: no, señor, es usted un turista de lujo, que nada tiene de malo, pero no hay más. El verdadero nómada sale a buscar algo que necesita pero que la vida sedentaria no le ofrece, sean bisontes en las praderas, pastos verdes para su ganado o tiempo para encerrarse a escribir en soledad.

Aunque en tu vida no hay un regreso desde que emprendiste la salida hace una década, sí que hay muchas casas. ¿Alguna fue también hogar?

Cuando terminé de escribir Blanco móvil hace justo dos navidades en Sicilia, cumplí una década de nomadismo. Así que ahora mismo son ya doce años, más de los que hubiera imaginado al principio, la verdad. Hay un par de capítulos en ese libro, «Mil casas vacías» y «Una cabaña en el bosque», en los que hablo un poco de ello, tanto de los espacios en los que he vivido ―algo más de un centenar, ya fuera por una semana, un mes o un año―, como de los lugares que, de un modo u otro, no sólo fueron hogar y refugio, sino también tierra fértil para mi escritura.

A veces, los más inesperados, como el viejo piso de la era comunista en la periferia de Budapest en el que, por varios motivos, siento que me convertí de veras en escritor, pues en aquella humilde cocina obrera comencé mi primera novela y mi primer cuaderno de viajes, Del silencio y Variaciones sobre Budapest, mis dos libros más queridos y logrados hasta la fecha.

A veces ese «hogar» no es una casa ―de hecho, el lugar donde pasé más tiempo fue, sin embargo, un espacio en el que me sentí siempre alienado y fuera de foco―, sino un pueblo, una ciudad o un país entero: me ha sucedido en un par de aldeas de Asturias con un gran amigo y su clan, por ejemplo, pero también en Madrid, donde podré quedarme una larga temporada cuando vuelva de México, una tierra que, a pesar de mi alergia por el concepto, ha resultado ser casi una segunda «patria» con los años. Por eso, entre otras razones, estoy muy feliz de que mi novela se acabe de publicar también en este país.

¿Para ti la escritura podría llegar a ser ese lugar de llegada o es el propio proceso de búsqueda?

Quizá por ser de vocación tardía o, más exactamente, «diferida», pues la lectura siempre estuvo ahí pero empecé a dedicarme de lleno a esto con treinta y muchos años y publiqué mi primer libro al cumplir los cuarenta y dos, mi relación con la escritura es a la vez tan pasional como profunda o, por decirlo sin complejos ni ganas de quedar bien con los cínicos, más espiritual que meramente intelectual. Tardé en encontrar mi camino ―o en convertirme en el caminante que por fin lo merecía, quién sabe―, pero me temo que, sin dejar de aprender con cada paso, este va a ser ya mi viaje para siempre.

Escribir me sugiere más y mejores preguntas cada vez, más valiosas que cualquier respuesta concluyente. Me enseña a usar mi intuición y mi experiencia para dudar de mis certezas y compartir ese aprendizaje con el prójimo, me atrevo a pensar que con algo más de sabiduría libro a libro. Escribo como vivo, siempre en busca del conocimiento y del sentido, con un pie en el presente y otro en el futuro, pero no concibo la idea de «haber llegado», ni en el extraño negocio del libro ―esa feria ambulante del ego, la vanidad, la hipocresía y la fama boba― ni, desde luego, en la escritura, que es el único viaje que me interesa de verdad.

Quizá por eso cada uno de mis libros ha sido hasta la fecha de un género distinto: cuento, poesía, literatura de viajes, novela y crónica-ensayo. Por eso quise hacer además ese gran viaje personal que fue escribir mi novela también en catalán, mi otra lengua materna. Porque, para mí, la búsqueda de modos, lenguajes y enfoques distintos es indisociable de la escritura. Y no me refiero a las falacias de la «originalidad», el «riesgo» o la «vanguardia», sino a la pura experiencia vital de ensayar otras vidas a través de la literatura.

En ese paralelismo entre nomadismo y literatura, ¿podría decirse que hay un punto común que es la libertad que proporcionan?

El nomadismo tiene sus peajes en soledad, austeridad, renuncia y, sobre todo, incertidumbre, muy parecidos a lo que tienes que pagar o sacrificar si pretendes escribir literatura y no atiendes a modas ni a intereses comerciales. A partir de ahí, sin embargo, tienes ―al menos yo la tengo― libertad absoluta para escribir aquello a lo que de verdad sientes que merece la pena entregar toda tu energía y tu deseo. La libertad que dan el margen y la periferia, no deber favores ni obediencias en la corte y no buscar el aplauso fácil de una prensa o de un público que no siempre distinguen el arte del artificio.

Tu elección vital, ¿se ha convertido en un medio para alcanzar esa libertad, esa independencia en lo que escribes?

Es muy probable que Blanco móvil sea el primer y el último libro que escriba por encargo. A mi editora, que supo de mí por un artículo, le llamó la atención que un tipo llevara diez años sin casa en plena crisis inmobiliaria, pero yo me sentí incapaz de armar un «testimonio» para el sello de una multinacional a partir de algo que considero una circunstancia privada, ni siquiera por el buen adelanto que luego invertí en pasar todo un invierno en Sicilia para escribir otras cosas, así que le di la vuelta a la propuesta y, para que tuviera algún sentido para mí, a partir de una crónica muy personal, escribí también un sencillo ensayo sobre la vocación artística, porque el nomadismo en mi caso, insisto, es sólo un medio, y no el fin. Por fortuna, algunas personas me hicieron saber con el tiempo que ese libro les animó a apostar también por su propia vocación, ya sea literaria o cualquier otra, con o sin nomadismo de por medio.

La libertad en la escritura se puede ejercer desde muchas situaciones vitales, y no creo que, en esencia, mis libros fueran demasiado distintos si, en vez de tener que perseguir por medio mundo el espacio y el tiempo necesarios para volcarme en ellos, me llegara una herencia millonaria de algún pariente secreto en Edimburgo.

Desde una cabaña prestada en Oaxaca, desde una habitación en Madrid o desde un castillo escocés con mayordomo, la libertad creativa es una elección ética y, de nuevo, espiritual. La única diferencia es la cantidad de tiempo que luego debes robarle a tu escritura para sobrevivir. Y, como no tengo ningún tío abuelo en las Highlands, que yo sepa, lo que hago con mi existencia nómada es reducir al mínimo indispensable la obligación de «ganarme la vida» con todas esas cosas que nos empujan a desperdiciarla.

¿Ha sido también fuente de historias? Señalas que has aprendido a ponerte en la piel de los demás, a mirar con muchos ojos.

Desde luego. A menudo he ido a buscar destinos para mis libros, como estoy haciendo desde el año pasado en América Latina, a la que voy a dedicarle una nueva colección de cuentos y otro cuaderno de viajes, pero también se me presentaron cuando no lo esperaba, como ya he comentado, sobre los meses que pasé en Budapest, una ciudad en la que, en principio, me iba a quedar sólo una semana. Otras veces el destino, una crisis personal o una pandemia me hicieron cambiar de planes, como me sucedió en Estados Unidos y Marrakech, a donde llegué con la idea de escribir literatura de viajes pero terminé con dos borradores de novela que aún no sé en qué acabarán.

Lugares aparte, cuando debo convivir un tiempo con quien me los presta, tengo la oportunidad de ejercer la empatía, de captar y modular otras voces, leer la impronta que esas personas dejan en su casa cuando se marchan y, en fin, tener más colores en la paleta para pintar el retablo de lo humano cuando toca.

No creo que los autores que más admiro, y que son para mí una suerte de modelo ético, como Chéjov, Conrad o Steinbeck, hubieran podido armar sus grandes obras sin mezclarse antes de un modo u otro con sus congéneres. Mi aspiración es escribir en libertad, con o sin ficción, pero siempre desde una verdad propia que comunique cierta visión del mundo y del prójimo. Y para eso primero hace falta prescindir de la teoría y embadurnarse las manos de vida.

No cuentas tu historia desde la aventura, sino desde la experiencia, y eso es de agradecer. ¿Es Blanco móvil una búsqueda de Sergi Bellver, de sus sueños, de su infancia, de sus fantasmas?

A la mayoría de fantasmas y demonios de mi infancia ya los despaché con varios exorcismos en algunos cuentos de mi primer libro, Agua dura. Un escritor español al que respeto mucho me alabó el hecho lo de no haber caído en la pornografía emocional con Blanco móvil al relatar algún episodio bastante duro con mi padre, por ejemplo: detesto a quienes «usan» y rentabilizan el victimismo, sobre todo si en el fondo son privilegiados que usurpan una causa ajena que apenas parecen conocer de oídas.

Elegí ese título por motivos literarios, pero el subtítulo ―«Crónica del nómada que lo apostó todo por un sueño»―, que negocié con mi editora, aunque resulta algo «cursi», no deja de ser cierto: es una crónica, soy nómada, hice una gran apuesta y, más que perseguir, construyo a diario mi «sueño». En resumen, no quise redactar un simple anecdotario, sino entregar algo que pudiera «servir» a los demás ―sí, me reafirmo: primera y última vez que escribo con eso en mente y por encargo― a modo de orientación en su propio camino.

Otro logro sería el presentar a un nómada que, antes que practicar el escapismo social o el distanciamiento, ese extrañamiento propio del viajero, se aproxima a la realidad. De hecho, los libros que salen de esta experiencia tienen un compromiso social. ¿Qué valor tienen para ti los lugares donde vives?

Suelo decir que mis libros me salen carísimos, pues como la noción del viaje aparece en cada uno de ellos ―incluso en mi poemario―, me llevan a realizar largas rutas por todos o casi todos los lugares cuya esencia, con ficción o sin ella, pretendo reflejar. Con la novela, para la que recorrí París y media Europa Central en varios viajes a lo largo de casi seis años, sí pretendía zarandear un poco ciertas conciencias, conmocionado por la desmemoria y la falta de empatía y solidaridad que vi a mi alrededor a raíz del tema de los refugiados sirios y afganos, que me encontré cara a cara entre Alemania y Austria, aunque me temo que, bajo su aparente sencillez formal, pocos lectores y críticos han advertido esa tercera capa de lectura en Del silencio. No importa, es una novela ajena a las modas y prisas de nuestro tiempo, así que cualquier lector atento y formado podrá conectar con ella hoy, pasado mañana o dentro de veinte años.

En todo caso, no creo demasiado en un «compromiso social» deliberado que no estropee en parte el hecho literario. Quiero decir que esa motivación va implícita o no en lo que le lleva a uno a escribir, pero no debería ser demasiado explícita, o la literatura deriva en panfleto. Mi compromiso es con una literatura que fluye desde la vida y regresa a ella, pero no es «militante», sectario ni moralista. Si acaso, una de las pocas «causas» que tengo siempre en mente es cierta idea del humanismo y, sobre todo, aunque sea a veces de forma alegórica y con el tamiz literario, la cuestión ecologista, la única de veras urgente, global y necesaria: aparece de pleno en un capítulo de mi novela y de refilón en otro de mi crónica-ensayo, por ejemplo. Si Camus sostenía en El mito de Sísifo que el único «problema filosófico verdaderamente serio» era el suicidio, creo que la piedra que hoy empujamos como dementes colina arriba es nuestra nefasta relación con el planeta, porque no atender a esa cuestión sí que puede acabar en un auténtico suicidio colectivo.

Hablar de nomadismo es también hablar de arraigo y desarraigo, de apego y desapego emocional por los lugares. ¿Es necesario vaciarse físicamente de objetos, de lastres, de esos apegos emocionales por un lugar, para entrar en la escritura de una manera más honesta?

Igual que la libertad creativa, la honestidad la da la motivación real al escribir, no la circunstancia que rodea o condiciona a quien escribe. Se me ocurren de repente tres autoras que escribieron siempre con verdad, altura ética y ambición intelectual: Simone Weil, Virginia Woolf y María Zambrano. ¿Alguien podría dudar de su «honestidad» al repasar sus biografías, tan distintas entre sí?

Aparte de eso, y por simplista que parezca, una de las pocas verdades que he aprehendido hasta la médula en estos doce años de nomadismo es que cuanto menos necesitas, más libre eres. Sean objetos, deseos materiales, quimeras varias o vanas aspiraciones profesionales, artísticas y sociales. Tampoco hay que romantizar la austeridad y la renuncia: yo también querría una casa, o, mejor todavía, un verdadero hogar, que va mucho más allá, pero al haber soltado ya todos esos lastres y apegos podría empezar literalmente de cero en cualquier momento y en cualquier lugar, enfocado en el presente y el futuro sin echar la vista atrás.

Los únicos lazos que mantengo son con el puñado de verdaderos amigos que el camino me ha ido poniendo delante, y que viven en varios rincones del mapa, así que mis raíces son aéreas y también nómadas, pero tan sólidas como el ancla de un barco cuando es tiempo de buscar refugio y fondear.

Sergi Bellver (Barcelona, 1971) ha publicado la novela Del silencio (2021; 2024 en México) ―con versión en catalán (2024) y finalista en Francia del Festival du Premier Roman de Chambéry―, la crónica-ensayo Blanco móvil (2023), el poemario Gavia (2019), el cuaderno de viajes Variaciones sobre Budapest (2017; 3ª ed. en 2024) y el libro de relatos Agua dura (2013). Además de la edición argentina de Islandia (2024), sus cuentos figuran en una decena de antologías de España y América Latina. Escribe artículos para Viajes National Geographic y ha trabajado como editor, profesor de narrativa, crítico literario, periodista cultural, guionista y librero.

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