Mi padre alemán, obra que resultó finalista del II Premio de No Ficción Libros del Asteroide, investiga la historia de Gernot Dudda, publicista de éxito en España, adonde llegó después de una trayectoria de huida y exilio. Hoy, su país de nacimiento no existe y su ciudad natal ha perdido cualquier signo de cultura alemana. Desde una conversación íntima y entrañable, Gernot y su hijo Ricardo reconstruyen la historia familiar, dando como resultado un libro muy especial sobre el pasado, el desarraigo, la culpa, la vejez y la muerte.
Mi padre alemán es una historia familiar en la que se habla de personas refugiadas, exiliadas pero también es un viaje profundo en la memoria. ¿Cómo te planteas en inicio este viaje y qué dificultades encuentras en el camino?
Había dos partes, la histórica y la íntima. En la histórica, lo único que conocía eran los testimonios de mi padre, pero yo no sabía hasta qué punto lo que había ahí podía realmente dar una historia o eran solamente anécdotas sueltas sin un hilo conductor. Tenía miedo de que en el fondo fueran recuerdos artificiales de mi padre. Él escapó en el año 45 de Prusia, lo que era entonces Prusia. Tenía cinco años. Lo que me contaba me resultaba interesante pero no sabía si había una historia. En inicio desconocía muchas cosas de la huida de los alemanes en el 45, de todos los cambios de fronteras que hubo… Sabía algo de haber leído algún libro de posguerra, por ejemplo de Tony Judt, pero no había indagado en lo que sufrieron los refugiados alemanes cuando llegó el ejército rojo. Estaba esa parte y luego la parte íntima, la parte de hasta dónde puedo contar de mi padre, la parte de cómo hacer para que mi padre estuviera presente en la narración, no solo el niño, sino el padre y que hubiera esa relación que hay entre nosotros, esas conversaciones, esa complicidad, ese humor. Es muy difícil encontrar ese equilibrio porque el libro cuenta cosas muy trágicas pero también tiene partes muy ligeras, que no quería que resultaran frívolas. Por ejemplo, estoy hablando de las violaciones a mujeres que hacía el ejército rojo y luego estoy hablando de tonterías con mi padre en la playa. Entonces, me preocupaba mucho eso y aquí hay un gran mérito de los editores de Asteoride, Luis Solano y Fátima Escribano, que me han ayudado mucho a darle forma. Estoy muy agradecido. Nunca se habla de los editores y es un trabajo necesario y muy importante. Lograr ese equilibrio me mantuvo sin dormir durante meses.
Y lo que logras es una forma muy especial de contar la historia, entre la narración de acontecimientos cronológicos y las impresiones del propio proceso de investigación, en la cual sobresalen esas conversaciones, esa relación padre-hijo que marca el tono del texto.
Sí, eso en realidad es algo que me daba un poco de miedo, porque hay muchos autores que hacen un poco eso, el contar el proceso de creación del libro, y yo en realidad lo metí por una cuestión de honestidad, de mostrar las vulnerabilidades que estoy teniendo. No era en sí un recurso estilístico, obviamente podía haberlo rechazado, pero para abordar cuestiones que no sabía cómo contar por lo trágico, me parecía más honesto mostrar cómo se lo había planteado a mi padre y a mí mismo. Entonces sí, el proceso es también parte de la narración y de cómo hablamos. A mí no me interesaba tanto lo que me decía mi padre, sino cómo me lo decía. En el libro ya se ve que es un personaje que utiliza expresiones, conjugaciones extrañas. Cuando lo estaba entrevistando decía “esto tiene que estar también”.
Es ese tono que inunda el relato, un léxico, una gramática intercultural.
Claro, yo quería que eso fuera lo que perfilara al personaje. No hago una definición de mi padre como tal, sino que a través de sus manías, de lo que tiene en el frigorífico, de sus expresiones, creo ese personaje. Esto me parecía clave.
Lo reflejas muy claramente en un capítulo en el que recoges todas estas variaciones del idioma que caracterizan a tu padre.
Sí, yo iba haciendo una lista de palabras, algo que no me resultó tan fácil como pensaba al principio. De hecho, ayer mismo estaba hablando con él por teléfono y dijo una frase que la dice siempre y me di cuenta de que no la había metido. Es una constante. Mi padre es un alemán que se muda a España en los años 60 sin saber español y el español que aprende es el del entorno que le ha tocado o es herencia de la propia adaptación, porque al final es una persona que se tiene que adaptar a muchos nuevos sitios, crearse una nueva identidad. Por eso resulta tan extraño y por eso era tan interesante mostrar cómo su lenguaje era así, con sus chistes que no se entienden, porque hay códigos culturales que son diferentes. Puede ser que cuente ese chiste en Alemania y la gente se ría pero si lo cuenta en Córdoba no, y viceversa.
En el camino se pierden toda una serie de referencias culturales, de trasfondo cultural.
Claro, y los alemanes tienen un humor especial. Siempre hay chistes sobre lo poco graciosos que son los alemanes, pero hace poco me dijeron “es la primera vez que leo un libro sobre un alemán con el que me río”. El propio personaje tiene sarcasmos que no son propiamente alemanes.
Una historia europea
A partir de este personaje vamos conociendo la historia familiar, una historia que casi podría ser un reflejo de la historia de Europa, con el continuo cambio de fronteras, la desaparición de países, los frecuentes cambios de culturas e idiomas de manera incluso forzada en algunos territorios.
Sí, es la historia de millones de europeos, sobre todo en Europa central y del este. Es lo que digo en un momento, que se nacía con una nacionalidad y morías con otra. Mi padre nació en una zona que era Prusia en ese momento, que era alemana. La ciudad donde nace, Elbing, había sido alemana durante 200 años y cuando él se marchó, pasó a ser Polonia y no pudo volver allí hasta la caída del muro de Berlín. La primera vez que mi padre vuelve a su ciudad natal con cierta libertad, que pudo pasear y ver su casa natal, fue en 1991. Y luego son cosas que ocurren, de volver a tu ciudad natal y no poder hablar en tu lengua materna. Normalmente todas las ciudades cambian, una persona que abandona su ciudad y vuelve 40 años después se da cuenta de que ha cambiado muchísimo, pero no hasta el punto de que no te entiendan en tu idioma y de que la iglesia donde le bautizó un cura protestante ahora es una iglesia católica y de que una ciudad que era cien por cien protestante y alemana, ahora es cien por cien católica y polaca. Creo que todos estos desplazamientos son una parte de la historia de la Segunda Guerra Mundial y de la posguerra que no se conoce mucho y que de alguna manera se olvida porque eran el efecto de una guerra. El afán expansionista del régimen nazi destrozó no solo Alemania sino otras zonas alemanas, pero también hay que contar que el afán del nuevo gobierno polaco-comunista por suprimir todo legado nazi, acabó con cualquier legado alemán. La ciudad tenía más de 200 años de historia alemana, no solo nazi. Es sorprendente. Yo voy a la ciudad de mi familia y no puedo ver ni siquiera una tumba alemana. El problema es que este tipo de debates se los ha apropiado el revisionismo histórico, la ultraderecha, para utilizarlo en sus batallas culturales, pero hay una historia que es triste que no se haya contado democráticamente.
Al final es una historia que afecta a personas, que perdieron su ciudad, su historia, su identidad.
Totalmente. Además, la mayoría de las víctimas de esos movimientos forzados del 45, fueron mujeres, niños y ancianos o enfermos que no estaban en el frente, que no estaban movilizados. Toda la huida de mi padre en el 45 desde Elbing hacia el oeste era una huida de mujeres, niños y ancianos y cuando se habla de que era el coste a pagar por lo que han hecho, ahí se puede debatir. Son víctimas civiles.
Desplazados y refugiados
Es como esa confrontación que hay en la narración, entre la historia del gran descubrimiento en el pasado de tu abuelo, que aparece en primer plano; y esa historia un tanto sumergida de la que para mí es la gran heroína y víctima de todo, que es tu abuela.
Sí y me alegra que me preguntes por ella. Es una historia fascinante por todo lo que tiene sobrevivir y, además, ella sola. Me acuerdo de estar escribiendo y decir “entonces mi padre cruzó”, pero no, no, realmente fue mi abuela la que hizo todo porque estaba sola con sus dos hijos de cinco y tres años. Todos esos cruces de fronteras, toda esa huida fue la iniciativa de mi abuela. Y también me fascina la manera en la que conservó muchísimas cosas. Yo tengo en el archivo familiar un montón de cosas que solo se puede explicar que estén allí porque mi abuela las llevó consigo en la huida. Entonces, salen por ejemplo las invitaciones de su boda en el año 37, con el nombre de cada invitado. Todo esto se lo llevó ella consigo huyendo de los rusos. Es la heroína del libro.
Es tremenda la decisión también de qué te llevas, qué es lo que te define, lo que es importante en tu vida o, en un plano más práctico, qué es lo que necesitas llevar para el viaje.
Sí, sí, pensar, pues me tengo que llevar la alianza o la vajilla que me regaló no sé quién porque la podemos intercambiar como dinero, pero también otras cosas, que te preguntas cómo puede ser que hayan sobrevivido a la huida, a los campos de refugiados, a todo. Y eso me parece fascinante y la historia de mi abuela es apasionante.
La historia no contada, la de los desplazados, las víctimas de ambos lados. De hecho, aquí podemos ver la historia desde el bando de quienes perdieron la guerra, donde también hubo sufrimiento y muchas víctimas.
Hay una frase de Stig Dagerman, quien escribió Otoño alemán, que me impactó mucho. Dice algo así como que el sufrimiento, tanto merecido como inmerecido, se siente igual, en el estómago, en los pies, en el hambre. Él viaja a Berlín en el año 46 y ve toda la miseria que existe allí y la gente muriendo por enfermedades, una ciudad completamente derruida, sin administración de nada y piensa «esta gente está sufriendo y me importa muy poco las abstracciones sobre si se lo merecen o no». Son víctimas en ese momento. Es verdad que siempre que hablamos de estas cosas pensamos en que la culpa real fue de Hitler, pero diciendo esto parece que le quitemos la gravedad al sufrimiento de estas víctimas. Por ejemplo, se habla de los bombardeos de los aliados en Dresde y de las personas que murieron indiscriminadamente en bolas de fuego y siempre se acompaña de un “bueno, pero es que era una guerra”, sí, pero no era un objetivo militar. Siempre hay una justificación que me molesta un poco. Yo intentaba tratar al lector como un adulto. No hace falta que yo te explique lo horrible que fue el nazismo para que puedas comprender lo horrible que fue también para las víctimas alemanas.
Riacardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de La verdad de la tribu. La corrección política y sus enemigos (2019). Con Mi padre alemán (Libros del Asteroide, 2023) ha resultado finalista del II Premio de No Ficción Libros del Asteroide.