Damos continuidad a la reseña de La ciudad que el diablo se llevó (Candaya) conversando con su autor, David Toscana, cuya obra transita espacios y épocas siempre recreados a través de una mirada muy especial.
Durante las últimas semanas, en Itinerancias hemos leído ciudades: por qué nacieron, cómo las recorremos, cómo las habitamos, cuáles contamos. ¿Crees que existe una necesidad de narrar la ciudad, de entenderla desde la literatura?
Sí, las ciudades tienen su carácter, su historia, sus anécdotas, su arquitectura, sabor, clima, mitos, vida y muerte. El escritor ha de ahondar en esto y construir la ciudad en relación con los personajes. No sé por qué, cuando un escritor sitúa su historia en París, se convierte en un mero guía turístico: “Luego de recorrer la rue Daunou, tomó a la izquierda por el boulevard des Capucines y caminó hasta la place de la Madeleine…”. Eso es hacer perder el tiempo al lector sin darle nada a cambio. En cambio Onetti crea todo un espacio literario con su Santa María.
Varsovia es el personaje central de La ciudad que el diablo se llevó. ¿Por qué y de qué manera arrancas esta historia?
Cuando llegué a vivir a Varsovia, comencé de inmediato a maquinar una novela sobre la vida inmediatamente después de la guerra, en una ciudad en ruinas. Ese espacio repleto de escombros se sigue llamando Varsovia aunque ya no se asemeja a la Varsovia de cinco años atrás. Además de la destrucción física, le falta buena parte de sus habitantes; están ausentes casi todos los judíos. Yo pienso más en los humanos como personajes centrales, pero todos ellos están condicionados por ese espacio por donde pasó la guerra y la muerte.
¿Había que contar la historia de Varsovia?
Los historiadores la han contado con mucha extensión y tino. Pero siempre hay espacio para la novela. Lo que mejor se ha contado es la insurrección de Varsovia y, sobre todo, la del gueto de Varsovia. Las historias, tal como fue la realidad, están cargadas de sufrimiento, sacrificio y heroísmo. Ahí se ponen los reflectores, y hay muchas novelas que vuelven a contar esa misma historia. Yo me quise ocupar de personajes que poco tienen de heroicos.
A pesar de tener una complicidad con esta ciudad, ¿puede un mexicano contar lo que sucede en el polo opuesto de la cultura? ¿O son los temas tratados (la violencia, la intimidad, la amistad, la melancolía, la desidia) tan universales que no importa desde dónde se hable?
Sí, mexicano, pero que ha vivido años en Polonia. Sin embargo, lo que me da pasaporte para escribir esa novela es la capacidad que tengo para adentrarme en una época, cultura e historia, mezclada con lo universal que mencionas. ¿Cuántos extranjeros no han venido a escribir novelas sobre México? Y sin embargo, lo sabemos: los europeos se resisten a aceptar que un latinoamericano escriba sobre ellos. Dicho sea de paso… en Polonia no quieren mi novela, pese a que es más auténtica que toda la novela patriotera que ellos escriben, o las edulcoradas y empijamadas que escriben los gringos.
¿En qué medida la doble cultura, la migración, la itinerancia han marcado tu manera de escribir?
De eso no estoy muy consciente. No tengo un claro parámetro para hacer el contraste. Tengo claro que si no me hubiese mudado a Varsovia, nunca habría escrito esta novela, y a la vez sería ocioso preguntarme ¿qué habría escrito de haber vivido en Dresde? Ahora paso mucho tiempo en Madrid, y ni por un segundo me ha venido a la cabeza una novela situada ahí.
La memoria, esa que es necesario avivar cada tanto y que está presente en La ciudad, ¿qué peso tiene en tu obra literaria?
No lo pienso en términos de “memoria”, sino de “pasado”. No me interesa escribir sobre el presente. Lo que me seduce como escritor es hurgar en el pasado. Escribí también una novela sobre Königsberg, igualmente arrasada, y que ahora se llama Kaliningrado y es parte de Rusia. Llegué a conocer mediante planos, documentos, diarios, hemerotecas, fotografías antiguas de aquella ciudad, que a un turista de 1939 que llega a la estación del tren podría darle indicaciones sobre qué tranvías tomar para llegar al castillo. Son cosas que me apasionan, pero no agobio al lector con todo lo que averiguo. Para La ciudad, uno de los libros que mejor me ayudaron fue el directorio telefónico de Varsovia 1939.
Cuéntanos cómo nace el personaje del escritor en La ciudad, el poeta que, en búsqueda de su historia perdida, construye otra historia.
Pensaba en Bruno Schulz. Él había terminado una novela titulada Mesías. Seguramente una obra maestra. Pero una personucha llamada Karl Günther lo asesinó por capricho. La novela se perdió y desde entonces muchos soñamos con que alguien mueva un ladrillo de una vieja pared ucraniana y ahí aparezca. Sueño guajiro. En la novela La bella señora Seidenman, de Andrzej Szczypiorski, hay un personaje que compra manuscritos a escritores en apuros. Muchos textos inéditos se perdieron. Con mi personaje le doy cuerda a las posibilidades de una novela perdida.
David Toscana (Monterrey, México, 1961) se graduó como Ingeniero Industrial y de Sistemas y formó parte del International Writers Program, en la Universidad de Iowa, y del Berliner Künstlerprogramm. Es autor de Estación Tula (1995), Lontananza (1997), Santa María del Circo (1998), Duelo por Miguel Pruneda (2002), El último lector (2004, premios Antonin Artaud, Bellas Artes de Narrativa y José Fuentes Mares), El ejército iluminado (2006, Premio Casa de las Américas José María Arguedas), Los puentes de Königsberg (2009), La ciudad que el diablo se llevó (2012), Evangelia (2016) y Olegaroy (2017, premios Xavier Villaurrutia y Elena Poniatowska). Su obra se ha traducido a quince idiomas.