Cuando las cosas se ponen mal, lo mejor es cambiar piezas, pensaba.
Maquinaba todo el día, toda la noche. Solo salía a la calle para comprar pan. Loco como estaba, no quería nada más que la harina negra y si no había, viajaba y viajaba. Y al menos en ese momento, en su cabeza solo cabía el pan y el gusano del estómago.
En su búsqueda, abandonó la ciudad. Prueba allí, allá, le decían. Y nada. Cruzó el cartel, andando, así iba, andando siempre. A pie llegó al otro pueblo y buscó de nuevo. Ya llevaba días sin comer ni dormir ni encontrar el pan. Quiero harina, harina negra, explicaba, de esa de la guerra, de esa que lucha contra el trigo, de esa que es como yo, oscura y amarga. Y nada.
Durmió en una esquina. De puro agotamiento ya no podía hacer nada más que dormir. A ratos, también soñar. Soñó que era astronauta de la NASA y se comía un bollo de luna negra, una luna que era puro cráter sin queso ni nada. Soñó que corría por el lado oscuro y resbalaba, resbalaba universo abajo. Loco quedó el tipo.
Cuando despertó creyó ver al dinosaurio que se largaba enfadado. Sí, vete anda, que soy oscuro. Y amargo como la harina negra.
A duras penas se levantó. Descolocado, dislocado, chocó la cabeza contra una farola. No, no se le hizo la luz, sino una brecha enorme. Por allí se escapaba la harina, negra como la sangre negra.
Y luego, otra vez se lo llevaban en ambulancia, otra vez flotaba hacia la luna sin queso, otra vez, loco, maquinaba cómo podría haber cambiado piezas. Ay, si las hubiera cambiado.