Imaginemos una ciudad afectada por aparentes cambios que incapacitan la movilidad, la transformación auténtica, la creación. Y llevemos esto a una sociedad invadida por modificaciones que se anticipan a nuestra imaginación. Por esta ciudad ha caminado Juan Gallego Benot en un libro cuyo protagonista solo es capaz de ver la diferencia. En Itinerancias hemos hablado con el autor de La ciudad sin imágenes (La caja books). Juan Gallego Benot reinventa la figura del flâneur, quien deambula por un nuevo concepto de espacio.
¿Es posible aprehender la ciudad y su espacio en la aparente velocidad de cambio?
Cuando empecé a escribir el libro creía que la ciudad se había convertido en una especie de ente cambiante. Lo escribí un poco desde esa idea, desde la imposibilidad que tenía para ubicarme en la gran ciudad. Y luego me he dado cuenta de que esa velocidad de la ciudad no es ya la velocidad de los cambios materiales, externos, visuales, por ejemplo, de esos bares que van cambiando continuamente, sino más bien lo que empieza a preocuparme es un cierto inmovilismo.
Al final, lo que yo pensaba que era una velocidad extrema de las imágenes de la ciudad y, sobre todo, de los discursos de la ciudad, se convirtió en un miedo a un inmovilismo en las formas de vida de la ciudad. El problema de la ciudad no es que cambie mucho, sino que amenaza con no cambiar nunca, amenaza con quedarse tan petrificada que puede encerrarnos en ella, puede dejarnos ahí.
Pienso en una circunstancia muy contemporánea, la subida de los alquileres o la cuestión de los airbnb, que están acabando un poco con los barrios. Cuando esto se empieza a contar en los medios generalistas y cuando yo empecé a pensarlo, se veía como un cambio, lo que está variando en las ciudades, lo que está acabando con nuestros barrios o con nuestras formas de vida. Pero lo que ha pasado es que se han criogenizado, se han congelado las formas de propiedad y las formas de vida.
Lo que le falta a la ciudad precisamente es cambio. De hecho, los rentistas en Madrid, o en cualquier ciudad grande, son los mismos rentistas que hace 50 años. No han cambiado tanto. El peligro es creer que han cambiado estas maneras de vivir. Está funcionando de manera similar. Estéticamente se simula un cambio, se reviste constantemente, pero precisamente todo lo que esa estética del cambio está ocultando es un inmovilismo brutal.
Esto, ¿podríamos extrapolarlo a la ciudad en general en tanto en cuanto vivimos en una cultura de la imagen en la cual vemos modas, imágenes cambiando todo el tiempo pero donde en realidad los cambios esenciales son casi más lentos que antes?
Yo creo que una de las claves cuando empezó la ciudad contemporánea es esa parálisis que simula muchos movimientos. Es como una especie de noria. En el himno de la Comunidad de Madrid hay un verso que dice “las vueltas que da el mundo para estarse quieto”. Y justo va de eso. Estamos metidos en esta noria que simula novedad constante cuando justo se está paralizando.
Veía un anuncio de Uber el otro día, buenísimo, que dice “ahora puedes compartir tu viaje con 200 personas”. Y abajo ponía, “sí, hemos inventado el tren”. Porque Uber ha sacado ahora trenes, se ha hecho dueño de una línea de trenes y está vendiéndolo como si fuera un uber, pero en realidad es un tren.
Entonces, esa renovación constante del lenguaje, de las imágenes, al final lo que hace es ocultar que los cambios no se han producido. Nos marean con esta novedad, con esta noria de cosas, de imágenes, de discursos, de relatos nuevos para poder, justo, no cambiar nada, y para eliminar cualquier perspectiva de un futuro. Porque esta novedad se anticipa a tu imaginación, se anticipa a tu idea de crear imágenes, de crear poemas, formas diferentes y, al anticiparse, te anula la capacidad.
Precisamente hay en el libro una constante referencia al concepto de arte y de creación artística e, incluso ¿se presenta la ciudad como una gran pintura, una gran representación artística?
Bueno, a mí me interesa mucho la crítica de arte. Por ejemplo, cuando en el libro hablo de la Reina de Saba, de sus cuadros de la National Gallery, me interesa ver hasta qué punto nos quedamos totalmente convencidos de lo que nos están contando. Creo que el arte tenemos que verlo también como ese asunto en funcionamiento, como algo que también exige de una reacción, que también exige de una conversación, que también exige de unos poderes que nos permiten acceder o no a determinado tipo de arte y de qué forma.
Creo que todo eso que queda en el medio entre la obra y las personas que la ven también forma parte del proceso artístico. En la relación entre el cuadro y la visión personal, a través de esa tensión, de esa conversación que se crea, hay mucho de lo que hablar. Ahí es donde podemos tener alguna oportunidad de hacer cosas, en ese espacio que nos queda entre lo que sabemos que ya está y lo que no sabemos.
A lo mejor, ante ese futuro al que no estamos llegando porque los anuncios, porque la publicidad, porque el cambio del bar siempre se va a adelantar a nuestra imaginación a lo mejor es en ese tipo de pasado, en esa conversación sobre algo que ya ha aparecido, podemos ver otra manera de futuro.
El libro recorre la ciudad a través de determinados hitos, como el monumento, ese monumento absurdo, el museo como refugio, incluso lo que hay más allá de la ciudad. ¿Son estos los elementos que sostienen el esqueleto de la ciudad?
Sí, pero tampoco es un tratado de urbanismo, claro, no era ese el propósito porque no era posible definir la estructura de la ciudad en tan pocas páginas. Pero sí podía hablar de algunos puntales que puede servir para que el trabajo que hacemos pensando la ciudad sea un trabajo con asidero. A mí me interesaba que fueran asideros físicos, que podíamos ver e incluso que podíamos entender como nuestros, aunque no fueran supercontemporáneos.
El monumento, por un lado, es un hito geográfico, está en un sitio, existe, se convierte en un elemento mapeable; por otro lado, el monumento le juega malas pasadas a quienes lo levantaron. Los monumentos se ponen con un objetivo y luego se convierten en otras cosas. Me resultaba interesante ver cómo hay monumentos o zonas monumentales que se convierten en lugares con otros usos o significados diferentes al inicial.
Por ejemplo, en Sevilla, el Puente del Alamillo, que se construyó como algo monumental, durante un tiempo se convirtió en refugio de todas esas personas sin techo. Obviamente no era ese el motivo del puente. O por ejemplo, la Giralda, que se crea como un minarete para una mezquita, termina siendo un campanario y luego ha tenido otros muchos usos.
Me interesa mucho ver cómo los monumentos tienen un origen con un poder y a la vez están en constante tensión con ese poder porque se convierte en algo importante para una comunidad. Cuando esto sucede está sometido a su historia, a sus cambios, a un montón de tensiones que desde luego no están pensadas desde ese arquitecto o desde ese artista que lo idea.
Me interesaban este tipo de presiones, de tensiones, también con la ficción, con esos asuntos que no son necesariamente reales, históricos, esa enfermedad que mueve el relato, que no es real, aunque sí que se parece a mí. Creía que jugando con la ficción también se puede contar historias.
Esa enfermedad es la excusa para hacernos jugar todo el tiempo con lo que vemos y lo que no. Es como si despareciera el detalle, la imagen, lo que deberíamos ver físicamente. Y esto nos tiene un poco perdidos.
Quería empezar el libro contando algo que pareciera una anécdota. Al principio presento a un personaje que tiene una enfermedad, que es un caso de estudio, un personaje que tiene un problema podríamos decir psicológico y muy personal; para luego terminar el libro preguntándonos: la prosopagnosia ¿es algo individual o es una enfermedad social de la edad contemporánea?, ¿es un tema de cómo la profusión de imágenes nos afecta a nuestra forma de pensar en el presente y en el futuro?
Pero la enfermedad también aparece por algo que está relacionado con mi anterior libro, Las cañadas oscuras (Letraversal), un libro de poesía un poco más hermético y bastante más histórico. Está centrado en la expulsión de los gitanos del barrio de Triana de Sevilla por la gentrificación y por el racismo institucional e, incluso, por cómo se organiza la ciudad geográficamente.
Ese libro, que tenía un sentido histórico, se plantea todo el rato cómo es posible amar, enamorarse y pensar en una ciudad cuya historia es la historia de la expulsión, es la historia del racismo. Cómo puedes amar un lugar, cómo puedes ver bello un lugar que es bello en parte porque has visto la belleza a partir de expulsar al diferente.
Esas dos ideas me interesaban mucho cuando introduje la prosopagnosia. Una es muy obvia, se ve en La ciudad sin imágenes, y la otra tiene que ver con un proyecto mucho más extenso y más íntimo que es eso, cómo podemos seguir enamorándonos, amándonos, leyendo poesía, viendo obras de arte, a la vez que sabemos que esa ciudad es un espacio de exclusión, un espacio hostil, un espacio creado en contra de la diferencia.
La prosopagnosia es la enfermedad que solo reconoce la diferencia, es como lo contrario al especulador inmobiliario. El especulador ve todo igual, todo lo ve en los mismos términos y la persona prosopagnósica solo ve aquello que es diferente, solo ve eso que no se mantiene. Y esto es lo que me interesaba como una propuesta estética.
El libro cierra con el tema de lo rural. Se huye de la ciudad, del espacio de la ciudad, pero a otro espacio que no existe sin la primera y sin ese imaginario del campo creado desde la propia ciudad.
Esto era, por una parte, como una especie de cruzada literaria con la moda de lo neorural , que suelen ser personas de ciudad que se van al campo o que se han ido de su pueblo a la ciudad para estudiar o trabajar y hablan del pueblo al que han abandonado con nostalgia.
Me parece que este tema se ha tratado literariamente de una manera un poco burda, precisamente por lo que dices, porque ese pueblo del que se habla no suele ser un pueblo que exista sino que se convierte en una especie de cajón de sastre de valores, ideas, con frecuencia muy conservadoras o escritas desde un privilegio.
De hecho, en muchos de los libros que leí para La ciudad sin imágenes, ese pueblo, que se cuenta como un lugar idílico, está marcado por la diferencia de un yo, de un sujeto que guarda una relación de desigualdad con ese pueblo y yo estaba muy en contra de esto. Yo quería escribir una obra en la que el pueblo no estuviera en relación de desigualdad con la ciudad y las personas que viven en un pueblo no son más inocentes, ni más simples, ni más puras.
Por eso me voy a la poesía romántica para explicar que a finales del siglo XVIII, esta gente estaba escribiendo poemas exactamente igual y ya hablaban del pueblo como de ese pasado perdido, idílico. Había poetas muy inteligentes que veían claramente que en ese pueblo había una ficción.
¿Cuál es el lugar que le queda a la persona dentro de este espacio ciudad?
Una de las claves del libro es que es una llamada a la esperanza, al futuro. Y el futuro no solo en el sentido de imaginar otras formas, imágenes, sino en el sentido de que todas esa profusión en muchos casos lo que está haciendo es anular la capacidad creativa. En el mundo literario, esa tensión en la forma de escribir, de leer, en esa búsqueda de contenido, esa supuesta novedad puede afectar en grado sumo a la capacidad creativa, que necesita discernir muy claramente eso que va cambiando.
Hay que trabajar con ese mundo publicitario, con ese mundo entendido como publicidad, que todo el tiempo quiere adelantarse, que todo el rato quiere contar esa historia como si fuera nueva. Creo que hay que generar una especie de resistencia a esto. No es resistencia al cambio. Hay que intentar no confundir el cambio con la parálisis vestida de novedad. A lo mejor hay otras formas de vida que no necesariamente tienen que estar en el pasado, en la recreación idílica del pasado, de ofrecer imágenes de nostalgia de aquello que se ha perdido.
Juan Gallego Benot (Sevilla, 1997) ha publicado los libros de poemas Oración en el huerto y Las cañadas oscuras. Escribe sobre arte contemporáneo en Babelia e investiga sobre Retórica y Modernidad en la Universidad Autónoma de Madrid y en la Universidad de Groninga. Sus poemas han sido musicalizados por Iñaki Estrada (Oración en el huerto, 2022) y su último libro ha sido la base de una pieza escénica en colaboración con la cantaora Carmen Yruela (Las cañadas oscuras, 2023).