Al mismo tiempo que acumulamos nuestros recuerdos en una nube que nunca podremos sentir, nuestras casas se han llenado de cosas, objetos que compramos creyéndolos necesarios y que nunca usaremos. Hemos instaurado la cultura del chiche, el chisme, el cacharro. Se ha disparado el coleccionismo de objetos. Da igual la palabra porque lo que tiene un valor real no lo tenemos en la mano. Y, mientras, acumulamos. Porque continuamos atribuyendo al objeto un valor simbólico. Porque a algunos incluso les traslademos el alma de nuestros muertos. Porque son la realidad física de una pérdida.
En procesos de duelo y alejamiento de lo que fuimos, un objeto se convierte en un ancla que nos permite atravesar el puente. Para una persona que está migrando, los procesos de apropiación de los objetos, en los cuales estos se vuelven inalienables, se vuelven incluso más intensos.
La antropóloga Judith Boruchoff explica que los objetos, “por servir como recuerdos, facilitan la creación de continuidades a través del espacio y el tiempo dentro de las biografías de individuos y comunidades; facilitan la incorporación de experiencias”. Boruchoff plantea que los objetos permiten “mantener una presencia” en lugares que se encuentran geográficamente distantes mediante la asociación con personas y lugares; y permiten crear un sentimiento de comunidad en el espacio transnacional”. Según la autora, para los migrantes los objetos sirven para atestiguar momentos significativos de la vida y ayudan a “construir continuidades entre las dispares experiencias y lugares de los cuales forman sus vidas y sus mundos”.
Lo que me llevo en la maleta es, pues, esencial. El propio proceso de selección se convierte en un momento fundamental del proceso y no son pocas las iniciativas que han pretendido recuperar estos momentos para tratar de comprender y aprehender la experiencia migratoria desde lo psicosocial y lo emocional.
Las cosas literarias
Tampoco son escasas las referencias literarias. Escritores que han pasado por una experiencia migratoria revelan sus apegos a las cosas de manera o no consciente. En muchas ocasiones, ese valor simbólico del objeto surge en relación con el significado que se le atribuye a la casa familiar. Aparece en un proceso que se cierra cuando las cosas que llevamos encuentran lugar en una casa.
Florencia del Campo nos lo contaba cuando hablamos con ella sobre su libro Que tenga una casa (Candaya): “cómo voy a tener memoria de ciertas cosas de mi vida si no puedo conservar ciertos objetos que me recordarán eso, desde una taza a algo de mi madre. Si no tengo una casa donde ponerlo, es probable que ese recuerdo asociado al final termine olvidándolo. […] Una de las cosas que descubrí y no sé si me hubiera pasado si no me hubiera ido de mi país, es que es muy difícil tener cosas si no se tiene una casa, porque no hay donde ponerlas. No me angustiaba en tanto lo material, sino la orfandad que esto te provoca, la sensación de no casa, de no cosa, no casa. Todo esto, que me parece bastante dramático en un punto, creo que nos configura, que somos un poco lo que tenemos. Y creo que es importante hablar de las cosas y no solo de las casas porque creo que somos también en las pequeñas cositas, en un adorno, en un imán en la nevera, en cosas que a veces duele mucho si se pierden”.
En 1967 María Zambrano planteaba en La tumba de Antígona que el olvido es un lujo que únicamente puede darse aquel que tiene una casa y una ciudad que custodian su pasado, pues para hacer memoria bastaría con volver a esos lugares. El exiliado, por el contrario, tiene que llevar consigo todos sus recuerdos y hace de su destierro un ejercicio de memoria sin descanso: “Hay que recogerse en sí mismo y cargar con el propio peso. Hay que juntar toda la vida pasada que se vuelve presente y sostenerla en vilo para que no se arrastre. […] Hay que tener el corazón en lo alto, hay que izarlo para que no se hunda, para que no se nos vaya. Y para no ir uno, uno mismo, haciéndose pedazos”.
Por su parte, en su ensayo La gelosia delle lingue el escritor ítalo-argentino Adrián Bravi afirma que, si tiene que imaginar cuál es su patria, piensa en la mesa donde lo ponían de muy chiquito, cuando la crecida del río Luján inundaba la casa en que vivía con su familia. Esa mesa es un lugar de la memoria que representa un espacio de seguridad y reconocimiento.
¿Símbolo o recurso?
El objeto entonces se convierte en un símbolo, es un contenedor de una vida, un disparador de la memoria, un artefacto mágico que nos permite estar un instante en otro espacio, otro tiempo. De hecho, esta capacidad de los símbolos de apelar a las emociones ha sido descrita por autores como Victor Turner, cuando describe el polo sensorial de los mismos, o Edward Sapir, al describir a los símbolos referenciales como aquellos que poseen una fuerte carga emocional y apelan a lo inconsciente.
Juan Gabriel Vásquez, en Los nombres de Feliza (Alfaguara), sintetiza perfectamente esta idea con estas palabras: “Había algo en el exilio forzoso que convertía cada objeto en el fantasma de una memoria”.
Pero lo que una persona que migra elige llevar no siempre es el objeto que carga con todo el peso de nuestra existencia en esa vida. En ocasiones, esta elección responde más a una cuestión práctica.
Conversamos con Ricardo Dudda, a raíz de la publicación de su libro Mi padre alemán (Libros del Asteoride). La abuela de Dudda, junto a sus hijos, huyó de la Alemania que estaba ocupando el régimen comunista soviético. En la huida, cargó con objetos que bien podríamos señalar como innecesarios. “Me fascina la manera en la que conservó muchísimas cosas. Yo tengo en el archivo familiar un montón de cosas que solo se puede explicar que estén allí porque mi abuela las llevó consigo en la huida. […] pensar, pues me tengo que llevar la alianza o la vajilla que me regaló no sé quién porque la podemos intercambiar como dinero, pero también otras cosas, que te preguntas cómo puede ser que hayan sobrevivido a la huida, a los campos de refugiados, a todo”.
Tres décadas después de su exilio, María Teresa León se permitió recordar: “Nos íbamos dejando a los que quedaban en España la escena final. Me iba con todos mis recuerdos anudados en unas bolsas de camino que iba a perder un poquito más lejos. Todo huía. Se deslizaban casi tres años de una apasionada aventura humana, la más entrañable aventura española que corrió nuestro pueblo. Y yo quería llevar todo bien atado, para no perder nada por ahí”.
¿Qué pesa más en la selección de los objetos que metemos en la maleta, esas maletas poetizadas como la de Machado, la de Benjamin? ¿lo práctico, lo simbólico? En los relatos de las personas que huyeron de España durante la Guerra Civil atravesando la frontera francesa, el camino se convirtió en un sembrado de maletas abiertas, de bultos que ya no se podían cargar. Esos objetos perdidos en el tránsito cargan con toda la poética del dolor migratorio, son los últimos adioses, los que no estarán en ningún lugar más que en aquel dejarse ir hacia delante.