¿Podríamos decir que la literatura se alimenta de nostalgia? Al menos sí alguna. Es una sustancia blanda, moldeable, pegajosa, ingrediente principal de grandes obras de la cocina literaria. Es tan fácil como mojar una magdalena en nostalgia para desencadenar ese monstruo literario que es En busca del tiempo perdido. Proust encontró en el esponjoso bollo el aleph de su memoria, pero evidentemente no ha sido el único escritor al que la nostalgia ha motivado el arte. La nostalgia es, en su origen griego, el dolor que produce el recuerdo de tiempos pasados más felices, el dolor de la separación, el poso que queda cuando nos despedimos, el proceso de desapego.
Es una emoción muy viva en quienes han dejado su tierra por una u otra razón pero también es una emoción que nos une a la temporalidad. Es una emoción que define el sentir y el ser de cada cultura. Cada pueblo define la nostalgia con más o menos matices, con más o menos poesía, desde la morriña gallega al saudade portugués, pasando por la añoranza del castellano o el homesickness inglés. En cada cultura esa tristeza del recuerdo se siente de manera diferente, lo que dice mucho no solo de la riqueza simbólica de las lenguas sino de la complejidad de las emociones culturales (recomiendo este artículo de Visión lingüística donde se describen estas distintas maneras de percibir la nostalgia).
Lo que queda
En el clímax de la sutileza encontramos, claro, el japonés. Si en esta cultura oriental hay millones de maneras de percibir y denominar sabores, ¿por qué no podemos encontrar y bautizar las diferentes nostalgias? Está bien, la nostalgia propiamente dicha, o la que al traducir se asimila más a lo que podemos entender por añoranza sería el término natsukashii, que expresa esa sensación que te alegra el corazón al recordar con cariño los momentos felices que has vivido. Sin embargo, hay una palabra que aporta mayor profundidad y que reúne un multiverso de sensaciones. Es el término Nagori, en torno al cual la escritora japonesa (que escribe en francés) Ryoko Sekiguchi ha compuesto un precioso ensayo sobre la nostalgia de la estación que termina.
Nagori, que significa literalmente “la huella de las olas” designa la nostalgia de la separación y en particular la que se siente por la estación que dejamos atrás. Es la última fase estacional de un fruto y anuncia su próxima ausencia: ya no lo tendremos más hasta que no completemos el ciclo. Por eso, es el recuerdo de ese fruto, es la espuma en la arena cuando se ha ido la ola, es la huella, la presencia, la atmósfera de algo que ya no está; pero también designa las consecuencias, los daños, las secuelas. Es lo que nos queda de la persona que se ha ido, del lugar en el que ya no estamos, de los días que vivimos. En el nagori se entreveran apego, nostalgia y temporalidad.
A partir de la estacionalidad de los alimentos, Sekiguchi reflexiona sobre nuestra propia estacionalidad, sobre nuestra propia forma de estar en el mundo (lo estacional frente a lo lineal); nuestra actitud ante la separación, la despedida, las emociones que deja el adiós. El nagori nos acompaña, igual que nos acompaña la vista de una persona querida en el momento de la despedida. Frente al beso, el apretón de manos, el abrazo, el japonés despide con la mirada, hasta que la otra persona desaparece de su campo de visión, igual que despedimos al sol en su ocaso.
Sekiguchi, en definitiva nos ofrece, girando en torno al nagori, una meditación sobre nuestro vínculo con la naturaleza y las estaciones y los diferentes sentimientos, anhelos, deseos, que éstas nos provocan.