Mágica y real Varsovia

Cuando La ciudad que el diablo se llevó se publicó en España de mano de Candaya le preguntaron a su autor, David Toscana, qué hacía un mexicano escribiendo la novela, la gran novela de Varsovia. Sí, un mexicano estaba sacando a la luz la memoria, individual, colectiva, histórica, de una ciudad maltratada permanentemente por fuerzas ajenas. Pero el sentido de su narración se encuentra tanto en su propia cercanía (ha habitado la ciudad, convive con ella) como en la distancia (solo en perspectiva pueden verse a la vez el conjunto y los detalles).

Toscana nos cuenta, de esta manera, una ciudad que es el epicentro europeo de las invasiones ideológicas (nazismo, comunismo), de las apropiaciones de territorio, de las heridas de frontera, de los guetos, del hambre, de la desgracias. Y en ese desperezarse de la miseria, Toscana arranca la historia (o las historias) que unen a Feliks, Kazimierz, Eugeniusz y Ludwick.

Este personaje, que es suma de personajes y que nace porque se salva de la muerte, se arrastra etílicamente por las calles de una ciudad fantasma que lucha por la vida. Sí, pese a todo, lucha. Y, a ratos, recuerda. El autor enciende y rápidamente apaga la luz de la memoria. Porque la historia aún está ahí: en el cementerio (escenario constante), en el muro del gueto, en las preguntas (¿qué habrá del otro lado?, ¿qué habrá sido de ellos?), en los rito de supervivencia, en el alcohol que crea espectros.

Todos estos elementos se alían para trasladarnos una atmósfera espesa en la que solo cabe avanzar. Dar otro paso y evitar el golpe. Vemos una Varsovia desenfocada, a través de la niebla, el sueño, la muerte, las creencias, los milagros, la magia.

Hay manos que sacan al personaje/personajes de la pesadilla. Las mujeres, a través de sus rutinas, son anclajes a la realidad que se les escapa a los otros. Los amigos nuevos rellenan huecos mientras los otros no están. Los judíos son recuerdos vívidos de un momento que ya se fue. El novelista permanece en una búsqueda constante de su historia, de la historia que contó y que quiere volver a contar.

Los personajes deambulan entre espacios recurrentes (el cementerio, la taberna, la escuela, la tienda de Feliks, las casas ocupadas). Son espacios-escenario que, como los habitantes de la ciudad, tiemblan y se mantienen en pie emergiendo de la ruina.

Toscana utiliza estos lugares para profundizar en las emociones humanas y las relaciones interpersonales, creando un ambiente nostálgico, casi trágico. La obra invita al lector a realizar un viaje a través de la desolación y la esperanza, acompañando a unos personajes que enfrentan sus demonios internos mientras intentan reconstruir sus vidas.

David Toscana (Monterrey, México, 1961) se graduó como Ingeniero Industrial y de Sistemas y formó parte del International Writers Program, en la Universidad de Iowa, y del Berliner Künstlerprogramm. Es autor de Estación Tula (1995), Lontananza (1997), Santa María del Circo (1998), Duelo por Miguel Pruneda (2002), El último lector (2004, premios Antonin Artaud, Bellas Artes de Narrativa y José Fuentes Mares), El ejército iluminado (2006, Premio Casa de las Américas José María Arguedas), Los puentes de Königsberg (2009), La ciudad que el diablo se llevó (2012), Evangelia (2016) y Olegaroy (2017, premios Xavier Villaurrutia y Elena Poniatowska). Su obra se ha traducido a quince idiomas.

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