Miguel Barrero: “La identidad siempre ha tenido un componente importante de ficción”

Miguel Barrero ofrece en La otra orilla (Galaxia Gutenberg) un juego de espejos en torno a un edificio porteño, el Barolo, que remite a las autoficciones de Dante. Sobre esta novela laberíntica, construida en círculos, conversamos esta semana en Itinerancias.

Podríamos decir que La otra orilla se construye sobre un juego entre realidad, ficción, apariencia, simulaciones.  ¿Cómo se ve representada en la historia este tránsito entre lo que es, lo que no es, lo que aparenta ser?

Parto de que realidad y ficción no son términos opuestos sino que casi siempre son complementarios. La realidad es, en primera estancia, lo que percibimos, pero lo que percibimos dura muy poquito, pasa y ya está. Por ejemplo, la memoria tiene un alto componente de ficción porque juega a rellenar las lagunas que quedan, que son muchas. Nadie se acuerda punto por punto de todos los detalles de lo que ha vivido. La memoria crea ficciones pequeñitas que funcionan como argamasa y que al cabo hacen que las cosas nunca sean iguales. Si dentro de una hora recordamos esta entrevista, tú lo harás de una manera y yo de otra. Ni tú ni yo diremos la verdad pero los dos la diremos. Me parecía muy interesante mostrar esta relación desde un punto de vista novelístico, jugando además con la estructura de la narrativa de género de thriller entre comillas. Además, la novela parte de un descubrimiento, que fue el del Palacio Barolo y su relación con Dante, quien fue uno de los grandes autoficcionadores de la historia de la literatura. Dante, cuando escribe la Comedia, se inventa una peripecia, una aventura que él hace pasar por cierta y esto le sirve para, en primer lugar, dejar constancia del mundo y de la época en la que vive; pero también para ajustar cuentas con su propia biografía, que también es un ajuste de cuentas parcial en tanto en cuanto responde al modo en el que él ha percibido su realidad.

Este juego de percepciones, de apariencias, también está muy a la orden del día, desde el momento en el que nos movemos creando perfiles digitales, mostrando quizá lo que queremos ser y no lo que verdaderamente somos.

La identidad siempre ha tenido un componente importante de ficción. No nos comportamos igual cuando estamos con nuestra pareja, con nuestros amigos o hablando en público o en un ámbito que nos es desconocido u hostil. Hay siempre una confrontación entre quiénes somos, quiénes creemos que somos, quiénes queremos ser, quiénes queremos que crean que somos y quiénes creen los demás que somos y quiénes sospechan los demás que somos aunque pretendamos hacer creer que somos lo que somos. Esto que ha pasado siempre se ve ahora muy subrayado por el surgimiento de las redes sociales. Son canales en los que estamos permanentemente expuestos y que llevan a que cada cual pueda explotar al máximo ese juego. La identidad se ha convertido en una cosa muy líquida y me interesaba plasmar esa cuestión: cómo podemos estar tratando con gente que no es exactamente como se muestra en su vida pública, sino que puede que sea incluso completamente distinta.

Todos somos un poco impostores.

Claro, y en todos los órdenes de la vida y en todas las circunstancias. Somos impostores. Pero no es una cuestión necesariamente mala porque a veces esa impostación es una máscara para protegernos o bien una máscara para proteger a los demás porque no queremos que vean aspectos que a nosotros nos resultan poco atractivos. La impostación a veces es necesaria porque es signo de civilización. No puedes comportarte en un espacio público como lo harías en tu casa, hay normas, costumbres, que exigen ese grado de imposta. Lo que quería preguntarme al escribir el libro era qué pasaría si esto llegaba al límite.

La migración como constructora de identidad

Otro tema que sobrevuela La otra orilla es el de la migración y cómo ésta construye ya no solo la identidad individual, sino la identidad colectiva de un pueblo, en este caso, la porteña, con la llegada masiva de personas italianas en las primeras décadas del siglo pasado.

Esa inmigración condicionó e incluso, creó, la identidad de Buenos Aires. Es una ciudad donde se habla español con acento italiano. A esta ciudad, desde finales del siglo XIX y durante el primer tercio del siglo XX llegaron millones de italianos para poblar un territorio virgen. En ese momento, había dos países que estaban recién nacidos en términos político-administrativos: Argentina acababa de configurar su formación actual e Italia terminaba su unificación. Pero, mientras Argentina estaba por estrenar, en Italia había problemas muy graves. Eso llevó a que, desde el país americano, se hiciera un llamamiento a Europa, aunque muy centrado en Italia, para que llegara allí, por una parte, capital que invirtiese en nuevas empresas, etc. y, por otra parte, mano de obra barata. Hay muchos italianos con recursos que responden a la llamada, llegan, se convierten en padres bastardos fundadores de la ciudad y como tales, comienzan a dejar su impronta, crean lobbies, nuevos negocios, empresas, sus propias estructuras de poder. En conclusión, van italianizando una ciudad que a priori poco o nada tiene que ver con Italia. De ese fenómeno surge el Barolo y las obras del arquitecto Palanti.

En tu novela también hablas de la otra migración, la que tuvo que regresar.

Sí, frente a esta inmigración triunfante, que es la que deja memoria, la que deja impronta porque perpetúa nombres y hazañas y crea hasta leyendas y forja imaginarios, está otra inmigración que es la inmigración menesterosa, la de la gente que llega allí para trabajar, atraída por los cantos de sirena que hablan de la fortuna que van a hacer, pero que en el mejor de los casos solo logra ascender hasta una clase media bastante acomodada, o que directamente fracasa y que en algún caso tiene la suerte de poder volver a la tierra madre pero que en otros casos se tiene que quedar allí. Pocas veces se habla de estos casos, pero son tan importantes como los otros porque ellos son los que, desde la base, contribuyen a levantar el país. Asturias también es tierra de migración y aquí siempre se contaban historias de quienes no volvían o de que sí lo hacían pero lo hacían después de haber estado muchos años escribiendo cartas en las que contaban a sus familiares que les iba muy bien, que estaban ganando dinero, ficciones que construían una realidad, imposturas que tranquilizaban a los suyos. Cuando al final volvían, y volvían pobres, contaban que, durante el viaje en barco, la maleta había caído al agua. Esa historia es terrible. El miedo a la humillación y al fracaso que hay que tener para contar esto. Es una forma de contar ficciones para ocultar la verdad  y no contar la verdad también es una forma de contar. Los silencios son parte de la narración. Me interesaba mucho contraponer esas dos memorias colectivas: la de la migración triunfante casi épica y la de la migración con minúsculas de quienes no dejan huella más que en su familia.

Sin embargo, realmente, son ellos quienes están construyendo la identidad al traer la lengua, las costumbres, la forma de ser.

Sí, es como ese poema de Bertolt Brecht, Preguntas de un obrero que lee, donde se interroga sobre quiénes acompañaban a Alejandro Magno, César, Federico II. Lo reflejó muy bien Velázquez, en la Rendición de Breda. Se ve muy bien el acto solemne de la rendición de la ciudad y detrás a esa masa enorme de soldados que son los que realmente estuvieron allí  cuando la ciudad se rindió.

En la migración está el hándicap de la adaptación a la lengua local, algo con lo que también te encontraste en la escritura de La otra orilla. En este caso, decidiste traducir diálogos al habla porteña.

En América se habla el español, pero una lengua no es un estándar y el español que se habla en un país no es el mismo que se habla en otro. En la novela hay personajes argentinos que yo quería que hablaran como tal. Yo no me veía capaz de hacerlo por mi cuenta a no ser que cometiera la osadía de hacer una mala copia. Tengo dos amigos argentinos escritores y les ofrecí hacer esta traducción de mis diálogos argentinos. Fue curioso porque yo no les pasé la novela, les envié únicamente los diálogos que correspondían a cada uno para que los modificasen, pero no tenían ni idea del contexto en el que se enmarcaban.

Buenos Aires: ciudad de contradicciones

El resultado es una historia que transcurre en Buenos Aires, con ese acento argentino, pero que no nos presenta la imagen más típica de la ciudad.

Sí, quería un poco huir de los clichés, de esa Buenos Aires del tango o de Maradona y el fútbol. No se habla ni de lo uno ni de lo otro, en parte también porque es la Buenos Aires que yo viví. Yo fui allí no como turista, sino a trabajar, entonces la ciudad que yo viví estaba muy alejada de lo que van a hacer allí los turistas. Fui con la intención de descubrir una ciudad que se me manifestó de la manera más extraña posible. Iba buscando a Borges y me encontré con Dante. También hay una cierta relación, pero no era lo previsible.

Aún así, Borges está un poco presente, sobrevolando, con esta estructura un poco laberíntica de la novela, esa búsqueda que casi podría ser el misterio del Aleph.

Sí, y luego hay guiños evidentes, como es el nombre de la sala de conciertos, que es el título de un cuento de Borges, que a mí me gusta mucho. Hay otros, como uno a Cortázar, muy obvio, pero en el que no ha caído nadie y no voy a desvelarlo, y otro a un escritor argentino muy bueno, no muy conocido en España, Juan José Saer, quien publicó un libro que se llama El río sin orillas. Es un viaje por el Río de la Plata, por la parte argentina y la uruguaya. Los referentes están allí. Pero también es muy fácil caer en la tentación de pintar Buenos Aires como lo suelen pintar quienes lo ven desde fuera y yo quería que la visión fuera distinta, también supeditada a la propia trama. No quería que la trama naciera a partir del folklorismo sino que  fuera la ciudad que es.

Muestras en unas pocas líneas lo que es hoy día Buenos Aires, cuando el protagonista sale del hotel y se da de frente contra una realidad que poco tiene que ver con la ciudad literaria, artística o tanguera.

El hotel donde estuve quedaba en la esquina de Córdoba con San Martín, muy cerca de Plaza de Mayo. Según llegué, dejé las maletas y me fui a cambiar dinero por la vía que me recomendaron. Me recorrí toda Florida hasta Corrientes y en ese tramo de poco más de diez minutos estaba todo. Estaba en pleno centro de Buenos Aires y podían pasar mil cosas diferentes y todas a la vez. Podías encontrarte con ejecutivos de camino a sus negocios, con la policía apaleando a un indigente en una esquina, con los cambistas voceando y acabé cambiando dinero en un kiosko de prensa en la calle Corrientes. Entonces, esa descripción es casi literal de lo que me encontré al llegar. Ante una realidad así cualquier estereotipo se te va por los aires. Y luego, con el resto de paseos por la ciudad, confirmé ese carácter de Buenos Aires que la hace tan definitoria, que es esa contradicción constante. Es una ciudad cartesiana pero caótica; racional pero impulsiva; musical y ruidosa. En cierta manera, relajante y violenta. Y no es que sea una cosa y luego otra, sino todo al mismo tiempo. En esa ilegibilidad es donde radica su mayor atractivo.