Gustavo Valle, escritor venezolano radicado en Argentina, ha reflexionado en sus textos sobre el proceso migratorio, en el que entran en juego las desapariciones, la memoria, las distancias físicas y temporales. Sobre ello hablamos en esta conversación en Itinerancias.
Has escrito sobre el exilio y los escritores exiliados. Aunque mucho se ha hablado de ello, ¿cuál es la diferencia radical entre migración y exilio? ¿Quizá mirar al futuro o mirar al pasado?
En mi opinión, el exilio tiene una connotación de orden político o económico. Exilio es lo que vivió Ovidio al ser desterrado de Roma por Augusto, los millones de venezolanos que huyen del país para preservar su seguridad personal o con la ilusión de una vida sin tantas limitaciones. En general, el auténtico exiliado está impedido de volver y termina “muriendo en el exilio”. Es decir, todo exiliado es un migrante, pero no todo migrante es un exiliado. Creo que esta diferencia es importante. No hay nada que me moleste más que la gente que se siente exiliada cuando pudieron salir del país en primera clase y vuelven para el cumpleaños de su primo o el reencuentro de egresados del colegio. Es una forma de minimizar el verdadero dolor del exilio. Nunca será igual volver cuando quieras o puedas, que saber que no podrás volver.
En tu libro El país del escritor dices que el migrante pasa por una aceleración del proceso de desaparición del entorno. ¿Qué es lo que desaparece y en qué medida surge aquí el concepto de desarraigo?
Casi todo desaparece cuando emigramos. En primer lugar, desaparece un paisaje, los espacios que acostumbras a frecuentar, esa luz, ese aire. También desaparecen las personas que te acompañan y, por lo tanto, desaparece la cotidianidad tal como la habíamos concebido. Por supuesto esto igualmente ocurre si nos quedamos en el mismo sitio, por causa de la acción del tiempo, pero, al emigrar, ese proceso se acelera, da un salto brusco. Ahora bien, así como muchas cosas se evaporan ante nuestros ojos, aparecen otras, sobre todo las invisibles. Es decir, el inmigrante profundiza en su introspección, se hace más auto reflexivo, y en consecuencia transita como nadie un estado melancólico. Al menos en una primera etapa, es principalmente un solitario, ensancha su soledad como una trinchera ante lo nuevo que le toca vivir. Y esto no es necesariamente un rasgo negativo, más bien creo que se convierte en una de sus principales ganancias, pues le permite fortalecer su individualidad para adaptarse mejor al nuevo entorno.
La creación de una familia en el lugar de destino, ¿tiene algo que ver con el arraigo? ¿Podríamos decir que estamos sembrando para echar raíces?
Sí y no. Uno como emigrante tiene raíces aéreas. Desde el momento en que emprende viaje, su arraigo pasa de un estado sólido a líquido, o gaseoso. Entra en una dinámica de permeabilidad constante. De alguna manera vive un segundo nacimiento, al menos un segundo nacimiento social. Debe aprender desde cero muchas cosas, a gesticular, a hablar, a amar, a comunicarse. En algunas ocasiones debe aprender otra lengua. Me gusta la metáfora vegetal: trasplantar, extraer una planta de una maceta para llevarla a otra. Si no se hace con cuidado, es un proceso traumático que puede ocasionar la muerte de la planta. Inevitablemente se dañan y rompen algunas de sus raíces en el proceso. Y después viene la adaptación a la nueva maceta que dura un tiempo, durante el cual debemos ofrecerle cuidados especiales, abono, fertilizantes… Y luego, con algo de suerte, la planta recuperará fuerzas y volverá a crecer y reproducirse.
Esta cuestión también está relacionada con la fusión de acentos, tonadas, léxico, sentires de los diferentes castellanos en cuanto se forma una familia procedente de dos culturas.
Hace años publiqué un texto que lo titulé Mi cocoliche pampa-caribe, que no era más que la neo lengua que yo como migrante comencé a componer en Buenos Aires, con un poco de lo que traía y otro poco de lo que recibía. En mi caso, he transitado esa mezcla lingüística con mi propio hijo, nacido en Argentina, y siento que él fue mi profesor de español argentino, y a veces yo cumplo el rol de su profesor de español venezolano. Hace años que hablo de vos y puedo, si las circunstancias lo ameritan, imitar con cierta facilidad el acento argentino. A su vez mi hijo ha adquirido algunas palabras venezolanas. La verdadera integración cultural se da en un plano totalmente doméstico. Pero esto no solo ocurre en el léxico, creo que el verdadero impacto está en la sintaxis, es decir, en tu manera de componer el discurso, que no es otra cosa que tu manera de pensar y de sentir. Transformar eso condiciona tu expresividad, y la forma de acercarte al mundo e interpretarlo. Muchas veces me preguntan ¿cómo impacta la migración en la escritura? Es una pregunta difícil de responder. Yo creo que impacta en la sensibilidad, en la manera de sentir. Y después eso se traslada a la escritura. Pero es un proceso bastante poco detectable, a veces imperceptible.
¿Salva la literatura al migrante escritor? Dices que el país del escritor es donde escribe.
Yo creo que escribir no nos salva de nada, pero sí nos ayuda a estar acompañados. Y estar acompañado es una buena manera de mantenerse a flote. Soy un convencido de que la escritura es sobre todo compañía. Con uno mismo y con lo que escribes. Y en medio de un proceso migratorio en el que la soledad nos constituye, esto es importante. En mi caso, después de algunos años, me di cuenta de que yo escribía novelas (y no cuentos) porque entre otras cosas me permitían la compañía de una historia y de unos personajes durante el largo tiempo que me tomaba escribirlas, al contrario de otros géneros más breves. Esto, por supuesto, es algo muy personal, pero esas historias y personajes venían a convertirse en una especie de familia adoptiva, en ausencia de la real. En este sentido, uno es de donde escribe, pero no necesariamente del país donde escribes, sino de lo que escribes. El libro que uno está componiendo es como una patria hecha a nuestra medida.
¿Y la memoria? ¿También inventa lugares, personas, situaciones que creemos vividas?
Sin duda. Me aterra pensar en una memoria con pretensiones de exactitud, que reproduzca a la perfección lo ocurrido. Es el sueño humano de la memoria literal, recordar tal cual fueron los hechos, que es una de nuestras utopías, y que busca tener control sobre el pasado. Pero el pasado es por naturaleza descontrolado, caótico. Intentamos recordar con puntualidad, pero el único instrumento que tiene la memoria para reconstruir los hechos es la imaginación. En realidad, somos producto de ella, a veces sus víctimas. La imaginación puede hacer de un evento doloroso algo natural o intrascendente, o al revés, de una experiencia dichosa un lugar para la tristeza. Es algo así como el catalizador o el fermento de nuestra experiencia. Y la memoria va detrás de ella. Los escritores y los artistas lo que hacemos es potenciarla y desarrollarla, pero nadie escapa a la imaginación.
¿Podemos entonces regresar al mismo lugar?
Nunca. Es bueno saber que el mundo cambia en nuestra ausencia.
En Amar a Olga (Pretextos), tu novela más reciente, está presente de alguna manera esa distancia temporal, se juega con la memoria, los recuerdos, con un pasado que empaña el presente. ¿Qué papel juega el tiempo en la escritura del migrante?
Bueno, el tiempo es nuestro verdugo, ¿no? Y, como bien dices, en Amar a Olga, el pasado empaña el presente, y viceversa. El protagonista se embarca en la delirante empresa de revivir el pasado: traer de vuelta su primer amor adolescente. Una empresa absurda desde el inicio y que sólo puede traer innumerables inconvenientes. Al pasado hay que dejarlo quieto, o inventarlo, pero jamás resucitarlo. Sebastián, el protagonista, no entiende eso y las consecuencias son inmediatas. La novela viene a ser la consecuencia de ese error. Luego, en cuanto al tiempo, pues claramente juega un papel fundamental en la escritura. Y no hace falta ser migrante para eso. Entre otras cosas, escribir es construir un tiempo paralelo.
¿Y los espacios? Hablas del amor a los espacios (incluso los objetos) y de la separación de los mismos (“toda separación es un exilio).
Los espacios forman parte de ese entorno que desaparece cuando migramos. Y los objetos cobran una dimensión casi fetichista. No solo los objetos que dejamos sino los pocos que llevamos con nosotros. Tengo, por ejemplo, una carta manuscrita de mi madre y una baraja plateada que me regaló un gran amigo antes de partir. Son objetos bastantes simples, sin aparente valor, pero cargados de una gran significación para mí. No me desprendo de ellos, los llevo a donde vaya, son mis amuletos, mis talismanes. Y es que uno se las ingenia para aliviar la separación con ciertos objetos. Como si en ellos se concentrara la ilusión de seguir estando en el lugar que abandonamos. Uno se auto-engaña un poco para poder seguir.
Gustavo Valle ha publicado libros de poemas: Materia de otro mundo (2003) y Ciudad imaginaria (2005); de crónicas: La paradoja de Itaca (2006) y El país del escritor (2015); y novelas: Bajo tierra (2009), Happening (2014) y Amar a Olga (2021).
Excelente entrevista, las reapuestas ni se diga, profundizan el tema de una manera que solo lo puede hacer un excelente escritor de manera fluida con toda la belleza de nuestro idioma
Muchas gracias, Cristina.