Una lengua viva que habita y crece

La tensión entre lenguas, esa migración voluntaria, forzada por las circunstancias o asumida sin más es una constante en nuestro Itinerancias. Normal: esa transición llega con el desplazamiento, con las pérdidas y hallazgos, con los procesos de arraigo. Habitar entre culturas es habitar entre lenguas, entre acentos, entre códigos lingüísticos, entre guiños que escapan la norma idiomática.

En Itinerancias hemos hablado de y con escritores y escritoras que mudaron su lengua materna para comenzar a narrar en otra (Sekiguchi, Mizubayashi, Čolić), que regresaron al refugio de sus palabras de origen (Kallifatides), que lloraron la pérdida de esa voz (Kristof), que tuvieron que aprender, en algún momento, una nueva manera de hablar y escribir (Igiaba Scego) o que, aun en el mismo idioma, transitan entre códigos que identifican territorios (Obligado, Neuman).

La asunción del cambio de lengua, la adopción de esa otra gramática, ese otro léxico, se acompasa con el ritmo de disolución en la cultura de recepción, en un tránsito que implica pérdidas y ganancias, adioses y bienvenidas. En Lengua viva (Nórdica), Polina Panassenko ilumina un proceso que ella vivió de niña; narra con la ternura y el humor del lenguaje de infancia sus abandonos y resistencias ante el francés que se le imponía fuera de casa y el ruso que se mantenía dentro de ella.

Para el migrante, la vida es, a fin de cuentas, caminar entre dos mundos. Y entre dos nombres. Con la naturalización francesa, Polina perdió su nombre ruso y “se le autorizó” a utilizar el francés Pauline. Ella, explica, quiere recuperar este nombre materno, “el que recibí al nacer. Sin ocultarlo, sin disfrazarlo, sin cambiarlo. Sin tenerle miedo”.

Porque Lengua viva, además de contarnos ese aprendizaje de lenguas, esa incorporación de palabras, de sonidos, de ritmos, ese encierro casero de las que ya sabíamos, ofrece una visión vivencial de las políticas de integración de las personas migrantes; alude a esa capacidad del estado francés de abrir brazos pero con condiciones.

La transformación de Poline en Pauline, dicen, favorece una integración que, bien puede ser una disolución en la que el disolvente (francés) disuelve el soluto (ruso). El resultado es una mezcla homogénea en la que el primero ha asumido la desaparición del segundo. Pero Polina se niega a sostener esta emulsión que le obliga a perder el nombre con el que siempre le han llamado en su casa.

Lengua viva no es solo la narración de una vida entre dos culturas, entre dos casas, entre dos familias: durante el curso en Francia, con compañeros, vecinos franceses; en verano en Moscú, en la dacha con sus abuelos, sus tíos. Lengua viva es memoria viva de los vínculos familiares, de las rutinas de un hogar, de las muertes tempranas que no se entienden.

Panassenko narra su historia que es la historia de su familia, con amor, con humor, con una emoción entrañable, con el dolor que se calma en esos brazos. Y lo hace utilizando una lengua viva, sana, fresca, con una gran fuerza. Es una lengua que cruza la frontera Polina/Pauline para ser solo eso: propia.

Polina Panassenko (Moscú, 1989). Escritora, traductora y actriz franco-rusa. Por su primera novela, Lengua viva, ganó el Premio Femina des Lycéens en 2022. El 18 de noviembre de 2022, recibió una de las becas Emmanuèle Bernheim para apoyar la escritura de su próxima novela. Lengua viva también ha sido finalista de varios premios, entre ellos el Femina y el Wepler, y ha entrado en la selección del Prix Les Inrockuptibles, el Prix Première 2023 y el Prix Médicis.

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